CUENTOS DE RENÉE FERRER
LA GOTA DE MIEL
Las colinas aterciopeladas ascienden ante sus ojos, cada vez más oscuras. En lo alto, los verdes tiernos, sombríos, ingenuos otra vez, se entremezclan formando una maraña deliciosa, de la cual ella no aparta los ojos mientras intenta, trabajosamente, alcanzar la cumbre con su carga a cuestas.
En el trayecto hasta el sitio donde solía aprovisionarse, sorteó escollos y venció desalientos. Ni la distancia ni el aire caldeado por el resol, ni el menudo goteo de las hojas, poco después, lograron disuadirla. Se la notaba cansada, pero era indispensable que volviese a la toldería antes que la devastara el hambre.
¿Cuánto tiempo llevaba trajinando en la hondonada ambarina, inundada de aromas penetrantes; cuánto, escalando aquellas ondulaciones liláceas, mientras recogía el precioso botín?
No era el frío la causa de su desazón -el viento no castigaba aquellos rincones resguardados. Tampoco la falta de alimentos: a su alcance brillaban el zumo azucarado, los minúsculos granos pardo amarillentos. Era la soledad, la soledad. Alejada de sus tareas habituales, sin el apoyo de sus compañeras o la protección de las centinelas se sentía totalmente desolada y vulnerable. Lo importante, sin embargo, era cumplir con su propósito antes que se apagara el día o se le escaparan las fuerzas.
En sus ojos, las imágenes se repetían sobre espejos de innumerables caras: los rostros consumidos alrededor de los fogones; el acoso del sol sobre los árboles; los peces boqueando en el lecho de un [45] río cada vez más exiguo, mientras los venados huían despavoridos de las quemazones imprevistas. La hambruna proliferaba entre la gente y desfallecían los pájaros. Se evaporaron las aguas. Los insectos decidieron trasladar su compañía zumbadora a parajes más benignos. Debo volver, pensaba trepando con ahínco, sin demorarse.
Hizo un esfuerzo más, y luego otro, y uno último, hasta salir de las profundidades sonrosadas, donde la intensidad del perfume le golpeaba la cabeza, atontándola por momentos. No podía desistir, no ahora que los hombres, las mujeres y los niños esperaban seguramente algún milagro, antes de emprender el éxodo perentorio a medida que aumentaba la escasez.
Aferrada al borde, mantuvo su cuerpo en equilibrio hacia un lado y otro, apeligrando desplomarse por la fatiga que le impedía proseguir. Se quedó inmóvil absorbiendo la húmeda frescura, hasta recuperar el aliento. Miró el ramaje tupido, las agujas de sol colándose entre la fronda, el cielo avaro, e impulsándose con las alas maltrechas partió hacia el asentamiento de la tribu.
De pronto un archipiélago montuoso, destelló en el amarillo desteñido de los campos. Aunque tuviera que perder la vida en el intento, depositaría en el lugar conveniente aquello que recogió.
Cuando divisó el rancherío, enfiló hacia el montecito buscando desesperadamente el resto del panal; al verlo se apresuró a dejar en una celda el néctar que había libado en aquella orquídea.
Nadie sabe realmente cómo sobrevivió el gentío, pero en los cantos de un anciano chamán existe un himno dedicado a la abeja solitaria que elaboró la primera gota de miel de una colmena soberana.
LA REBELIÓN DE LOS MONTES
Los árboles se despertaron antes que el sol sacara los brazos del horizonte. Ni el canto del corochiré, ni las corridas del venado, ni las cosquillas del rocío en las nervaduras de las hojas, fueron la causa. Tampoco las disputas de los loros o la acechanza del cazador: algo más siniestro se cernía sobre la calma del monte.
Con los ojos chorreando sueño escucharon el tronar de los motores, como un presagio de malos tiempos. Los golpes iniciales, liberando la leche de las cortezas, provocaron la alarma del palo santo y la indignación de los coronillos. Nuevamente estaban allí, los hombres.
Un estremecimiento recorrió el follaje. Un sollozo menudo comenzó a fluir de las alburas, impregnando el aire de un aroma triste.
Las lianas gritaban, enardecidas. Los arbustos, engalanados para sus próximas bodas, lamentaban la pérdida inminente de las compañeras. Y los árboles añosos guardaban silencio.
Los animales corren, saltan, se escabullen entre las matas. Por aquí, por allá, pronto, que ya se acercan. Las aves, despavoridas, piden refugio a la distancia.
Año tras año tenemos que aguantarlos, protesta un lapacho amarillo. Nos despojan de nuestros amigos, se queja el timbó, vertiendo un agua espesa. Nos arrebatan la sombra, se rebela un tarumá. Desbaratan las colmenas. Ultrajan el perfume. Silencian el murmullo que nos habita.
El campamento cobra vida. Cuatro estacas y un cuero sobre el envarillado precario, algo de paja y palmas, es todo el resguardo contra la susurrante vitalidad del monte.
El vientre de los montes es la gran matriz del universo. En él muere y renace la vida, el incomprendido lenguaje de la naturaleza, medita un cedro en voz alta.
Aquella noche hubo un concilio en la floresta. Escogidos los ejemplares de buen fuste; condenada, con la incisión precisa, la resina aromática de los más vigorosos, todos sabían que a la mañana siguiente, sin reparos en la floración o en el albergue que otorgaban a los pájaros, comenzaría la tala.
Agobiados por tamaña indiferencia, y por la fatiga de rebrotar para morir sin tregua, los árboles conjeturaron el camino a seguir. Se acabó la paciencia, la estoica conformidad, el duelo después de la mutilación y del abandono. No estaban dispuestos a dejarse avasallar una vez más, aunque sí resueltos a impedir que el filo del invasor los volteara.
Se irían para siempre. Por rigurosa votación se decidió la partida. ¿Pero adónde?, preguntaban los retoños sin experiencia. A un lugar donde no nos destruyan, respondían, resignados, los ancianos.
Luego de mucho discutir, se pusieron de acuerdo sobre los pormenores de la fuga.
No era cosa de trasladar su pena mudando de paraje simplemente, olvidándose de florecer a fin de pasar inadvertidos. No era justo exigir a los pájaros que no cantaran o a las comadrejas que abandonasen sus guaridas, como tampoco podían negarles refugio a los coatís solitarios contra los disparos del predador.
Ocultarse era imposible. Ningún sitio escapa a la rapiña de los hombres, confirmaron los más altos desde sus copas lejanas. Adonde fuesen, estarían a la vista como pilares verdecidos.
Las deliberaciones se tornaron intrincadas. ¿Qué alternativa tenían? Ninguna. Antes de amanecer desprenderían sus raíces partiendo, para siempre, con las bestias.
No fue fácil acordar los detalles. Algunos árboles cobijaban familias enteras que se negaban al traslado; otros pretextaron la pesada carga de sus frutos, y la mayoría temía que se le cayeran los nidos de los brazos. Finalmente, se decidió que esa noche, no bien saliera la luna, el monte entero escaparía hacia la altura, dejando al hombre huérfano de fronda.
Cuando se dio la señal, levantaron las ramas como si hubieran sido alas y, a la voz de libertad, ascendieron hacia el cielo, isla enorme de savia y de sombra.
Grande fue su estupor al comprobar el desatino de las aves, el escape precipitado de los lagartos, los aullidos de los zorros rojos, el fúnebre graznido del urutaú. Los animales se fueron resbalando hacia las fosas que quedaron, mientras ellos remontaban vuelo, sin posibilidad de detenerlos.
Llegaron, por fin, a una región exenta de amenazas, desde donde observaron el mundo suspendido, como un ojo vacío del universo.
¡Oh sorpresa! Los animales iban cayendo en la congoja. Los hombres, sentenciados a vivir sin sombra, deambulaban por los páramos, y las nubes, sin el llamado del follaje, retenían los aguaceros, mientras se agrietaba la tierra como una fruta sin pulpa.
No se llevaron consigo un picaflor, una colmena, una serpiente. Todos permanecieron abajo para extrañar su ausencia.
A la vista de aquella desolación, y arrepentidos de las consecuencias de su fuga, los árboles decidieron volver. Desilusión. Anclados en el cielo, impedidos del más leve movimiento, presenciaron la claudicación de las especies.
Una mañana, algo extraño aconteció. Mirando el erial en que se había convertido su antiguo asentamiento, entreabrieron los troncos y, desde el corazón que esconde la médula olorosa, fluyó una tupida lluvia de semillas, que lentamente fue cubriendo los campos desmochados.
Al verlas, desvalidas sobre tanta aridez, se pusieron a llorar, hasta que el sol hizo germinar nuevamente la vida.