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Ramón Rojas Veia

  FANTASMAS PEREGRINOS - Relatos de VICTORIO SUÁREZ - Ilustración de portada: RAMÓN ROJAS VEIA


FANTASMAS PEREGRINOS - Relatos de VICTORIO SUÁREZ - Ilustración de portada: RAMÓN ROJAS VEIA

FANTASMAS PEREGRINOS

Relatos de VICTORIO SUÁREZ

Editorial SERVILIBRO

Dirección Editorial: VIDALIA SÁNCHEZ

Diseño de portada y diagramación: BERTHA JERUSEWICH

Ilustración de portada: RAMÓN ROJAS VEIA

Asunción – Paraguay

2009 (131 páginas)

 

 

 

ÍNDICE

 

JUGLARES DE LA ARENA

VALÉ Y DON PINDÚ EL ALMACENERO

INQUILINATO EN VARADERO

LA NEGRA SULUNGA

LA FIESTA DE PITY Y EL NEGRO THOMPSON

JUGLARES DE LA ARENA

ALIPIO TORRES MURIÓ EN SU LEY

LA LUJURIA DE MARUJA

LA CASA RECUPERÓ OTROS HABITANTES

 

ESPACIOS DE SAL

ELLA PASA CONSTANTEMENTE LA LINEA

MUERTE EN EL ATARDECER

FLORES QUE SE PUDREN

AROMA DE FANTASMAS

ROZAGANTE HEREDAD

LA CASA SE PERDIÓ EN EL VIENTO

EN LOS ESPACIOS DE SAL

VOCES DE RESONANCIAS ENIGMÁTICAS

 

PASOS HACIA LA LUZ

MORADOR DE OSCURIDADES

PASOS HACIA LA LUZ

DEBIÓ NACER UN SIGLO ANTES

SUEÑOS COMO CRISTALES ROTOS

EL SOL SOBRE LAS QUIMERAS

EL PRIMER SÁBADO DE ABRIL

YA NO ERA ÉL

SIN DESCIFRAR EL OCTAEDRO

ÉL TENÍA QUE LLEGAR

CARA APRETADA

 

 

 

JUGLARES DE LA ARENA

  

 

LA NEGRA SULUNGA

Tunga Sulunga matunga, la negra se arrulla y quema, tiembla su tajo salta su anca, Sulunga refulge y canta. Anochecer de fisgoneo, floripón de tan tan, la morena se agita, arde la diosa con el betún de su boca. Cabellera crispada, crepita y retumba tumbando la espalda, abriendo las piernas y su fosa de fuego. La negra suspira, acelera, se mueve en el redondel del brocal. La mulata tremenda aprieta y orina, se derrama la negra y retumba y columpia. Cuarenta cópulas sin dormir, la negra culona deshoja su piel de ventarrón, su mirada de ají, su calentura de lata, toda su curvatura de pimiento oscuro, la negra remolona, pezones de aguacate negro, saliva Sulunga la tunga, la fiesta de hervor abismal. Dentadura de marfil, cara de charol, sudor y rubor de aquella mulata eterna.

Había crecido en las chatas que avivaban el río y la primera vez dejó un pedazo de himen en el barranco. Sacudía la tierra como una potra espectral, una tropa de marineros cabalgó sobre sus muslos toda una noche y al amanecer seguía buscando más dulzuras del trapiche. La negra leona, desparramada avidez, de juncos orgásmicos, insaciable vertedero de aventuras madrugadoras. Con suespalda encendió la luna y quebró luceros, juntó sus remolinos en el alba y dinamitó la cruda pasión de los pescadores. El sol dormía en su regazo y quemaba su lengua luminosa en las pirámides de azufre que imantaban ardientes luces en su vulva roja como el destello de la aurora. Boca caracolada, pelo turbio donde clareaban los remadores, orificio descollante, incansable paloma negra que golpeando los desiertos se evaporaba y gozaba. La negra Sulunga, matunga, mulata preciosa que acosa que cuelga que chispea y se derrama. Había nacido en pleno fermento de la Revolución del 47, la trajo al mundo una partera chaé en las cercanías del río Paraguay, la miró asombrada y como una gitana legítima anunció enseguida: "Esta negra preciosa dará mucho que hablar': Añosdespués, la morena Sulunga arremetió en las riberas y en los parques desolados del Mangrullo, toda su adolescencia se consumió en ritos y gárgaras de placer. En inflamados días de diciembre la negra sempiterna se zambullía desnuda en el río y era capaz de nadar ida y vuelta sin parar. Sus nalgas brillaban como serranías bruñidas y parecían espejos de relumbrón azabache bajo el sol del mediodía. Apenas había atravesado los 15 y la jauría vecinal almidonaba sus deseos mirándola desde los muelles de Ita PytãPunta. A los veinte ya había consumado todas sus manías y tenía tantas huellas que por eso mismo las olvidaba. En la década del 70, antes de llegar a los treinta, abordó un buque de pasajeros y partió hacia Buenos Aires. No la volvieron a encontrar, se esfumó en el horizonte agitado de la avenida Corrientes. Se fue con su dentadura de marfil y su temperaturairrefrenable. Su gracia aún reposa sobre las lenguas que lamieron aquel betún. Tunga Sulunga matunga, la negra saltaba y sacudía a las 12 en punto las aguas del río Paraguay. Ypóra la llamaban. Tunga Sulunga matunga.

 

 

LA LUJURIA DE MARUJA

Uno transita sobre el andamio tragando el elixir y escupiendo las amarguras que provienen de las ingratitudes. Entonces las cosas se quiebran y molestan hasta dañar los huesos y el corazón. Fue lo que pensó Maruja cuando subía las escaleras que conducen a su apartamento. En días iguales, la misma peregrinación evapora el perezoso jadear hacia las paredes de ladrillo que ventilan humedad y rémoras de fastidio empedernido. Son los baldíos afiebrados del alma de Maruja los que llenan el techo, las cortinas y hasta la sonaja de humo expandiendo su negrura en la cocina. Ella llegó al segundo piso, abrió la puerta de madera, apretó la perilla de luz y el cuarto atiborrado de juguetes esparcidos recobró su imagen displicente revelando el trajinar rutinario de su hija de cara rubicunda y cabellera arremolinada. Una vez más la había dejado con la abuela sexagenaria. Unos pasos en el cuarto fueron suficientes para abrir la ventana. El diminuto reloj desde una mesa reflejaba que eran las cuatro de la tarde de un día laboral bajo el amparo del otoño atrevidamente luminoso.

Maruja recorrió con la mirada las paredes y después de entretenerse ante las imágenes que colgaban del blancotabique se detuvo, tocó con el dedo índice una vieja fotografía de familia y acarició la docena de rostros lejanos y perdidos que evaporizaban su añeja soledad sepiada. Transcurrieron unos segundos que fueron suficientes para colmar de irreparables nostalgias a Maruja. A esas alturas ella había intentado renovar la defectuosa relación con Benjamín. Pero no mejoraron las cosas pues aquel seguía en su caparazón inmaduro, muy lejos de entender que más allá de las afiebradas constelaciones nocturnas en que la carne salta de placer, debe haber algo capaz de definir la itinerancia de dos cuerpos en la existencia. El mete saca, mete saca de la Naranja Mecánica tenía un resultado limitado en ese sentido.

Con un nuevo día persistentemente renacen las expectativas y Maruja siempre mira buscando algo que rubrique de manera más clara su pasión y su rebeldía. Benjamín era en realidad un libreto viejo, repetitivo, una coyuntura, una presencia que ya no llamaba la atención, aunque seguía comulgando con alguien que nunca logró entender. Es posible que esa tarde Maruja haya deseado una mejor suerte a su vida y que horas más tarde podría acontecer alguna circunstancia intrigante, placentera.

Caminando entre ropas tendidas en el piso, amagando alimentar al gato que aullaba levemente en un rincón, tuvo que deshacerse de las indumentarias que llevaba y, ya con el cuerpo desnudo, cruzó el pasillo lateral que daba hacia el tendedero para dirigirse hacia la ducha. El baño tibio de aquel día le dio sobrados ánimos para emprender otras actividades que le aguardaban indefectiblemente.

Benjamín no estaba, no está nunca, pero eso ya no importaba. Maruja supuso curiosamente que algo ilimitado ocurriría ese día, manejaba un pronóstico de épicas resonancias. Ya vestida informalmente y dirigiéndose hacia la puerta para volver a salir se percató de que en el suelo boyaba, casi en la oscuridad, una broquelada tarjeta de invitación para un cumpleaños infantil. Es que el nene del piso superior estaba de fiesta, un año más, cinco, tal vez. En principio a Maruja no le importó el convite que sería a las 18 en punto, en la terraza del conglomerado residencial que ella ocupaba al igual que media docena de inquilinos de clase media. Tuvo que salir sin prisa y cuando llegó al lugar donde había depositado a su hija bajo el cuidado de la abuela decidió decirle a la nena: "Hoy nos vamos a la festita de Juan".

Tal como estaba programado, a las 18 unos payasos animaron y llenaron de jolgorio la azotea del edificio. Cuando llegó Maruja, su pequeña caminó con soltura y depositó el obsequio en el sitio indicado. Maruja se mezcló con el vecindario en medio del ruido. Taza de chocolate para los niños y buen whisky y cerveza fresca para los adultos. En principio nada le llamó la atención, sin embargo, no pasó mucho para observar con atención las idas y venidas de Marcelo. Pero tuvo que frenar su perspicacia al suponer que aquel era el padre del niño Juan. De todos modos, hizo lo posible para aproximarse a él cautelosamente. En ese momento se miraron y ella inició una conversación breve pero contundente diciendo: "Está contento tu hijo". Casi sobre la marcha Marcelo le respondió con cierto aire bromista: "No, aunque parezcamentira soy uno de los invitados". Aquello no pasó a mayores, pero fue suficiente para que Maruja lo acechara desde las rendijas de la ventana, especialmente en las mañanas, cuando Marcelo se marchaba al lugar de trabajo. Maruja se ingenió y supo que Marcelo estaba casado pero sin hijos. Algo extraño le había ocurrido. Una de esas noches, mientras Benjamín le acariciaba suavemente en la cama, ella cerró los ojos y quiso que aquellas manos fueran las de Marcelo. En ese tren de fantasías se subió inexorablemente y ya no pudo aterrizar. Todos los días ocurría lo mismo y cuanto más pasaba el tiempo menos aceptación sentía hacia los efusivos desenfrenos de Benjamín. Es posible que éste haya notado de alguna forma lo que estaba ocurriendo, pero tampoco parecía interesarle lo suficiente, a pesar de la aparente normalidad en que mantenía sus relaciones con Maruja, algo extraño, tal vez soterrado, latía en él.

Pasó una semana en que Maruja vio por primera vez a Marcelo, desde entonces se cruzaron varias veces, subiendo las escaleras, a la entrada del edificio, en la vereda. Lo cierto es que sellaron una amistad contemplativa, silenciosa, pero preparada para fuertes emociones. Una vez, cuando ella lo merodeó desde su dormitorio, a través del cristal que da a la calle, él caminaba desplegando cierto aire de arrogancia con el uniforme que llevaba y que lo identificaba como parte integrante de una empresa conocida en prestación de servicios informáticos. A ella le fascinaron el paso militar y la pulcritud de Marcelo, muy diferente a Benjamín, que siempre mantuvo un aspecto más bien vulgar y de pococuidado. Aquel jueves ella decidió que debía atacar. Pero recién al otro día ella le dijo con los ojos todo lo que tenía que decirle. Marcelo entendió cada vocablo de su mirada. Subieron las escaleras y como él tenía que llegar hasta el tercer piso, Maruja le tomó de la mano y suspirando con agrado se dejó caer en sus brazos. Él la envolvió con potencia, con fuego, con irradiación y con una compatibilidad que la dejó perpleja. Deseó tanto y por tanto tiempo que Benjamín hiciera lo mismo, pero nunca fue así, de manera espontánea, caliente. A nadie le interesó la historia de nadie, ni la vida escuálida de Benjamín al lado de Maruja, tampoco la existencia de Marcelo con Alda, su esposa. Tres días después de aquel primer acercamiento cómplice se fueron a la cama y para ella la experiencia fue brillante. A quienes involucró en esta historia les aseguró que aquello era diferente, que la sed y el hambre que tenía fueron aplacadas con creces. Entre subidas y bajadas habituales y aromas de sexo y entusiasmo, dos almas comenzaron a transitar el sendero espinoso de la clandestinidad para puntualizar sus actos de lujuria. Diariamente, escapándose, se enredaban como dos arañas perpetuas.

Pasaron dos semanas, circulares y de cabalgaduras inolvidables. Las mañanas eran propicias para encender sus cuerpos sobre las sábanas que quedaban empapadas de sudor después de cada encuentro. Cada uno aprovechaba la ausencia de sus parejas para encontrarse allí mismo, en el departamento de Marcelo. El último viernes un gesto extraño, maniático, insulso y dulce al mismo tiempo, llamó la atención de Maruja. Sorprendióa Marcelo en el lavabo mirándose el cuerpo con el narcisismo habitual que hormiguea en aquellos que están acostumbrados a acariciarse su propia piel. Cuando Marcelo se dio cuenta de que Maruja lo observaba, subrepticiamente se acarició la barbilla, miró un detalle de su cara en el espejo y la invitó a pasar para ducharse.

Las relaciones repentinas se volvieron más furtivas y ni Alda ni Benjamín sospechaban lo que estaba ocurriendo alrededor. No importa, no tenían por qué saber nada pero ¿y si supieran? Uno no sabe las reacciones que ocurren en situaciones tan delicadas. Probablemente Benjamín buscará la peor venganza. Alda por su parte, una mujer más tranquila esperando siempre el hijo que no llega nunca, dejaría probablemente a Marcelo sin mediar palabras. Pero son meras conjeturas.

Casualmente, tres días seguidos, Marcelo y Benjamín subieron juntos las escaleras del edificio donde vivían, se saludaron en todo momento y hasta conversaron animadamente de temas baladíes, el cuarto día ocurrió lo mismo ya con mayor apertura en sus afectos, ambos dejaban escapar sus gestos con cierta inocente ternura, se despedían no sin antes darse las manos. Marcelo orillaba los cuarenta y cinco años y Benjamín apenas llegaba a los 25. Se miraban con intensidad extraña, actuaban como si buscaban descubrir a través de sus ojos algo inopinado, es probable que no hayan entendido por qué se oteaban de esa forma. Ambos comunicaban a Maruja la dimensión de esa amistad que crecía entre los dos. A Maruja no le desagradaba ese acercamiento y menos todavía porque su hija, fruto desu amor con Benjamín, se llevaba muy bien con Marcelo. Era un trío que comenzó a funcionar de acuerdo a las ocurrencias y las reglas marcadas por Maruja.

Los momentos fueron moldeando a esos seres que en el fondo mismo palpaban cierta consternación al descubrir lo que estaban buscando. Cualquiera puede reprochar la frialdad y el cinismo de Maruja, ¿pero quién puede tirar la primera piedra para increpar a nadie? Más de una vez ocurrió que Maruja, Marcelo, Benjamín y Alda subieron las mismas gradillas. Alda con una conducta enteramente formal no sonreía y se reducía apenas a saludar, ni siquiera se atrevía a mirar a nadie. Una educación puritana moldeó su rostro serio y su proceder discreto, muy diferente a Maruja, que venía con varios desengaños de amor y que tuvo una existencia relajada, desviada de las pautas de escrupulosidad. Precisamente por eso manejaba muy bien aquel escenario que fue creado por ella misma, a imagen y semejanza.

Maruja tenía controlado el ambiente. Allí jugaba como si tomara una raqueta. Sacaba pelotas de aquí y allá, copaba todo el terreno. Estaba segura de sí misma y más de una vez habló con lástima de Benjamín. Este tonto nunca supo aprovechar lo que le ofrecí y ahora tendrá que aguantar, fue lo que dijo a un amigo que compartía sus secretos. En realidad, Benjamín figuraba como uno más en la extensa lista que sólo sirvió para las decepciones. Pero esta vez estaba ilusionada nuevamente. Marcelo era el centro de su atención, nada podía pararla, tenía que llegar a algo más que la cópula carnal de todos los días. Se atrevió a creer que viviría con Marcelo y que edificaríauna situación más favorable justo ahora que había sobrepasado los treinta. Las expectativas amanecían con ella, estaba comenzando a forzar la situación, las llamadas, los encuentros se hicieron más que habituales, hecho que en cierta forma asustó a Marcelo. Él no tenía la intención de acelerar nada. Es más, amaba a su mujer y tal vez por miedo o cobardía no se atrevía a descompaginar su vida ordenada y placentera al lado de Alda. Pero no podía negar que le apasionaba lo que estaba haciendo con Maruja.

En uno de esos días de la primera quincena de junio, después de tres meses de aquel onomástico del infante Juan, el viento fresco soplaba levemente entre las rendijas. No era una mañana cualquiera. Benjamín y Marcelo se toparon cuando el reloj de pared marcaba exactamente las 2 de la tarde. De manera amistosa se saludaron, subieron las escaleras y abrieron la puerta de madera del departamento de Benjamín, ambos se voltearon para mirar a sus espaldas y comprobar la vaciedad del lugar. ¿Había descubierto Benjamín lo que hacía Manija con Marcelo? Cuando cerraron la puerta es probable que aquel secreto de Marcelo se haya evaporado irremediablemente. Pasaron 30 minutos. Era un día cualquiera para Maruja, quien decidió volver al departamento y buscar un abrigo, generosamente había bajado la temperatura. Llegó, subió los peldaños sin hacer ruido y de la misma manera abrió la puerta que minutos antes había cedido ante los pasos parsimoniosos de Benjamín y Marcelo. Maruja encendió la luz de la sala, caminó por un pasillo para llegar a su dormitorio. La puerta estaba abierta, una música audible llegaba del lugar, se aproximó con sigilo y le saltaron losojos cuando comprobó que Benjamín y Marcelo se enredaban en febriles besuqueos de satisfacción. Boca abajo Marcelo jadeaba, luego boca abajo Benjamín se expresaba de la misma manera. Maruja tuvo la sangre bien fría para captar la escena sin armar ningún escándalo aunque la indignación subió al máximo y sin poder detener la furia irrumpió en el lugar. No pidió ninguna explicación, Benjamín ni Marcelo tampoco intentaron explicar nada. En realidad, hay cosas difíciles de explicar, menos aún cuando de carne se trata. A Maruja le atormentó no haber desconfiado nunca de la bisexualidad de Benjamín y Marcelo. Si bien estaba ilusionada, no se dejó lastimar por la situación, recogió el abrigo y se marchó. Había pasado más de un año de aquella escena fantástica y animal. Es cierto, pasó el tiempo igual que la efímera presencia de Marcelo y Benjamín en la vida de Maruja. Pero su vida sigue tan signada de novedades. Tiene un nuevo amante y sigue llevando todos los días a su pequeña al jardín.

 

 

ESPACIOS DE SAL 

 

MUERTE EN EL ATARDECER

Desde el piso 11 de un edificio miró contenidamente la ciudad de Asunción. No lejos surgían un simbólico hotel, la remozada plaza donde acampaban las burreras de antaño, el espejo brillante del río Paraguay y la quietud fantasmal del agua tocando la otra orilla. No fue por casualidad aquella aclimatada presencia en la calurosa tarde de octubre. Él tenía la necesidad de estar allí y buscar en algún recóndito orificio el paso de la luz para entender su propia vida. Es que pasó por tantas contingencias en los últimos meses. Siempre pensó que la soledad suele ser una incitadora pertinaz para un hombre que busca sin saber cabalmente a dónde quiere llegar. En varias complicidades amorosas había confesado el paso gradual de su vaciedad confusa, el resquebrajamiento tenaz de su temperamento y el éxtasis que lo llevaba llanamente a un estanque de ensueños. En frugales copulaciones dio a entender que en cada eyaculación dejaba todo de sí. Es más, soliviantaba que aquel oficio iba en serio arrancando suspiros y gemidos a raudales. La tormentosa oscuridad de sus años lo llenó de ausencias, de relaciones ingratas e insatisfacciones cuando todo parecía anunciar que finalmente llegaba la primavera. Pero nunca alcanzó loque él esperaba, sus días fueron como trenes que iban y venían sin ninguna novedad consistente. Paseó sus pies por tantas calles y ciudades, no le importaron París, ni Madrid, tampoco Roma, menos aún Berlín, sin embargo un gesto de nostalgia movía sus gestos al recordar los cánticos de los antiguos pescadores que conoció en un puerto de Taiwán. Prefería no recordar la amplitud de aquellas itinerancias y resolvía sus naufragios él mismo pensando en chavalas envidiables que pasaron por sus manos. No amaneció bien y aquella mañana nuevamente tuvo que buscar a Darcy Hess. Tuvo que mentir cuando le pidió un encuentro casual como si todo fuera una necesidad urgente, casi de vida o muerte. Tenía que salir de su recurrente estado depresivo, su idioma sereno, su rotunda proyección de palabras convenció a la alemán, quien una hora después llegó al lugar previsto con la naturalidad de sus veinticinco años. Su sonrisa sajona, su estampa atlética y sus ojos de añil brillante fueron un refugio saludable para él. Si bien hacía dos meses que no se veían, ninguno se reprochó el tiempo perdido, parecían vitales adolescentes cuando llegaron al lugar secreto para aplacar sus ansias desmedidas. Se tostaron hasta los huesos, el rostro desfigurado de él se movía denodadamente de abajo arriba y llenaba de pertinaz llovizna la cara enrojecidade ella. No imaginaron que la pasión sería más fuerte que la última vez, precisamente cuando estuvieron a punto de tocar el cielo con las manos. La nueva corporal intensidad duró exactamente dos horas, cuando aterrizaron se dieron cuenta de que a pocas cuadras la iglesia católica del lugar anunciaba que había llegadoel mediodía. Exhaustos, tumbados, empapados, afiebrados aún, se reconocieron, se miraron mansamente y volvieron por el mismo sitio que habían transitado. Si bien se despidieron y se dieron besos en las mejillas, ambos sabían que eso volvería ocurrir quién sabe cuándo. Así era él, impredecible, itinerante, buscador eterno, sin respuestas todavía a pesar de los peldaños transcurridos, más de medio siglo de existencia. Él retornó al lugar de siempre, de nuevo el alivio y la misma soledad que desde ese mismo instante comenzaba a hostigarlo con crueldad precisa. Trató de no sentir nada, envolvió su propia memoria, se cubrió de silencio y tuvo que rehacer el encuentro fugaz que tuvo la noche anterior con aquella que le recordó que el tiempo regresa y que las diosas no mueren. Fue un momento escuálido de tendencias extrañas, igual al café Opera de Callao y Corrientes, lugar donde su mirada comenzó a morir, a desplazarse hacia el abismo para no regresar porque de ahí en más la propia muerte fue subiendo de tono, atrapando todo, clavándolo en la espina dorsal y arrancándole sueños hasta de las tripas. Volvió a hablar entonces después de muchos días, se le había esfumado la voz, ya no quería repetir lo mismo de tantas veces, tampoco deseaba explicar nada y menos aún desenredar alguna dulzura de amor. Fue cuando ella le regaló El diablo, de Papini, y le llenó de destellos como cuando le dio el Libro de arena, de Borges, y el Libro de los abrazos, de Galeano. Pero aquello había pasado y hoy, en la confitería de la avenida Perú, él estaba repleto de vacío, aunque sonreía en la humedad de la noche ante la presencia minúscula de Euclides, aturdiéndolo en lamesa de al lado. De cualquier forma, cuando decidieron abandonar el lugar le recordó a ella que con aquel personaje, él había leído los Consejos de Fábrica de Gramsci. Entonces había llegado la medianoche. Por la peligrosidad de las calles, los pocos transeúntes que caminaban eran en su mayoría trabajadores nocturnos, travestis en ropas íntimas, prostitutas de cabelleras teñidas, fumadores de marihuana y rateros de poca monta. La ciudad vacía, él vacío y aquella despedida inútil, triste, después de tantas cosas.

Seguía en el piso 11 observando los techos de las casas, las chapas oxidadas y toda la desleída variedad de tejas y ladrillos. Por tanta vaciedad Lourdes había quedado atrás como una presencia enajenada con su chorrera de orgasmos y su sabor insaciable. Otras habían optado por el mismo camino que transporta sin regreso. Cada una llevó en sus ojos un pedazo de metal frío y el odio irrenunciable porque nunca pudieron comprender los bordes de la nada, la epilepsia de sensaciones que naufragan irremediablemente para negar la propia existencia, el oficio simple de volver a la realidad y no estar al tanto de lo que ha ocurrido alrededor. Quemazones, asechanzas y desilusiones clavaron su piel como si fueran ortigas. Lamentaba los besos fenecidos, las proyecciones quebradas, los pañuelos de despedidas, la pérdida de la inocencia y la muerte irremediable de la ternura. Así nacieron sus espacios vacíos, sus extremidades reventadas y su confesión interior cargado de poemas ininteligibles, oscuros, difícilesy ambiguos. Había decidido morir tres veces y pensaba en Hermes

Trimegisto. Quedó extenuado, colgó la piel de sus mismos huesos, marchitó su aliento y caminó solo en su propio funeral. A la mañana siguiente decidió un entierro sencillo aunque le quebrantaba raudamente tener que recordar aquel muerto de niòez que llevaba tapones de algodón en las fosas nasales y en los oídos. No quería verse nunca así, aunque pensó que uno sale del cuerpo para integrarse a la luz natural y que el cuerpo sucumbe en medio de la vegetación comido por las hormigas. Entre tantas incertidumbres aquella mañana había llamado a Darcy, es que estaba aturdido y solamente la alemana estaba disponible para morir o vivir a su lado. Lo que sucedió después de aquel encuentro fue irreparablemente cansino, subió al edificio utilizando el ascensor, abrió la puerta de la oficina, pasó de un cuarto a otro y se puso delante del ventanal. La tarde brillaba quemándole los ojos y el sudor parecía cocinar su frente. Una lejana bandada de pájaros cruzaba hacia Chaco'i, el aroma fresco de la teutona le había quedado entre los dedos, dibujó una malla en el aire y ahí se fue como un sonámbulo. De tanto mirar la nada se le borró la cara, entonces soltó sus fibras y reventó sus sueños. Quienes lo conocieron aseguran distinguirlo todos los días en el mismo sitio, detrás de los cristales, mirando la ciudad y muriendo en cada atardecer.

 

 

 PASOS HACIA LA LUZ

 

 

CARA APRETADA

En su visual se había instalado un dígito elocuente: el tres. Y era el día tres de septiembre cuando la corteza aterida de la tarde arrugó impunemente el aire antes de descender en el polvo de axiomáticos recreos numerológicos.

Su estampa albina arrimaba lumbres en el yermo ahumado que retallaba el alba. Ella había logrado deducir las peculiaridades que enseñan el origen de la unidad, la dualidad recurrente y el trino estrictamente místico que fija un delirio infinito. Aquella mañana, cuando las ramas ajadas de los árboles parecían perdigones petrificados en la plaza, ella se limitó a centrar las cien pisadas que la distanciaban del ritual sabático.

Hasta ese instante, ella controlaba los perímetros quebradizos. Y se mantuvo en pie delante de la puerta de metal que la llevaría directamente hacia una ventana de ambiguos ciclos experimentales.

Ella admitió que la metamorfosis llegaría inapelablemente aquel día henchido de nervios en un recinto donde todos sueñan y desprenden sin perturbaciones sus fantasmas interiores. Estaba segura de que los espectros caminan, se retuercen, golpean, investigan las baldosas y las paredes hasta quedarcolgados de la docena de ventiladores que parecen pernoctar en su ritmo mecánico.

Aquel amanecer traía el descolorido azufre de la confusión. Todo flotaba en una soporífera expiación de metáforas entrecortadas y cansancios lejanos. Entonces ella distraía su expectativa doméstica contrastando su palabra entre efigies de arrebol intempestivo. Había percibido en el diagrama los contrapuntos y tuvo que dibujar un cuadrante de cielos inexistentes que parecían no consolarla. Sumó repentinamente su travesía y se percató que cinco epístolas colgaban de sus uñas, fueron prodigiosamente las mismas que naufragaron en la levedad de sus manos. No daba tiempo para dudar, eran cinco nombres, sobrepasando holgadamente el número tres, pero eso no le importó lo suficiente. Cada designación rubricaba un gesto esencial y le daba calor reatar los hilos sutiles que caían como fuelles del linotipo que sellaba sus inflamaciones. Ella parecía aterrada cuando el mediodía la alejó de aquel sitio donde quedaron supurando las dicciones, los vocablos ingratos y el vuelo descuidado de cierta mensajera que desgajó sus convulsiones de carbón. Mirar atrás parecía despellejarla definitivamente, por eso eligió observar aquel sitio para acogerse al beneficio de unos ojos melancólicos que no aprendieron los recovecos de las matemáticas ni los cálculos precisos que podían descifrar su tristeza.

Ella había acomodado su pulso en los ribetes del mediodía y es posible que no se haya dado cuenta del anonadamiento del poeta tras la narración de aquella escena donde ella apretaba entre sus muslos las mejillasde un joven apasionado que terminó en la nada. Desde aquel instante, el rapsoda quiso que aquella cara fuera la de él, pero se conformó con callarse y solapar susansias. Cuando ella se fue, eltrovador ya había imaginado el apurado peregrinaje de su propia sustancia hacia el anillo velloso de aquella adolescente igualada a las tibias refulgencias del verano. Aquella vez se miraron con entretenida complicidad. Él viajó solo, se había perdido en el ruido insistente de las calles donde todas las imágenes se asemejan en medio del sopor cotidiano. De ahí en más, su cabeza sufrió los embates de interminables revoloteos, sin embargo, ella parecía estar ahí, fantásticamente, sintiendo en su rostro las rodillas de ella. Durante toda la tarde él no pudo desligarse de aquella idea y ni bien cayó la noche, el adormecimiento se encargó de él. Desde los pies le subía una extraña fiebre en vaivén esplendoroso, calentándole todo el cuerpo. El furor sedujo su sueño.

En el mismo lugar, ella no contaba ninguna historia, solamente se limitaba a extenderse e ignorar la lengua de él. Soñoliento, tocó el reloj y evidenció la hora de aquel nuevo día. Entonces supo que eran las tres, igual a los jinetes mancebos que seguían cabalgando a la deriva. Al fin supo que ella ya no estaba ahí. Aquella hermosura había permanecido como las grandes cosas de su vida. Cuando quiso entender lo que ocurrió, se negó a seguir. Sabía que volvería a verla para diseminar su expectativa en un círculo que se cierra y devuelve en la escena una cara apretada. En su sensorial exaltación se había enclavado una representación perfecta: los muslos de ella.

 

 

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