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RAÚL AMARAL

  LA SIEN SOBRE AREGUÁ 1952-1972 - Poemario de RAÚL AMARAL


LA SIEN SOBRE AREGUÁ 1952-1972 - Poemario de RAÚL AMARAL

LA SIEN SOBRE AREGUÁ (1952-1972)

Poemario de RAÚL AMARAL

Colección Poesía, 13

© Raul Amaral

Alcándara Editora

Retrato del autor, a lápiz, por Miguel Santiago

Edición al cuidado de rl. al., C.V.M. y M.A.F.

Diseño gráfico: Miguel Ángel Fernández

Viñeta: Carlos Colombino

Tiraje de 750 ejemplares

Inscripción solicitada a la Agencia Española del ISBN

Se acabó de imprimir el 28 de mayo de 1983

en los talleres gráficos de Editora Litocolor

Asunción, Paraguay, 85 páginas.

 

 

Enlace a la COLECCIÓN DE POESÍA de
 
 
 

 

 
 
 

EXPLICACIÓN

Los editores de ALCANDARA, al parecer especialistas en exhumaciones, han insistido en el fervor de intentar la impresión de estas casi remotas páginas. Como el asedio corma el riesgo de acentuarse, el autor pensó que tarea más liviana le sería desprenderse de ellas, antes que someterlas al fuego del olvido, a veces necesario hacedor de justicia, rescatador de belleza.

Después de todo, quien dé en escribir no se pertenece a sí mismo, pues al fin de cuentas terminará siendo un cautivo de esa invisible (o evanescente) caravana de insomnes, que desde su anonimato custodian con auténtico celo el destino de los libros en una vela de armas que no todos suelen advertir o comprender.
De ahí que los raudos, etéreos recuerdos que integran la existencia vivida a través de estos poemas, ya no puedan ser sustraídos con ánimo egoísta por aquel a quien ocasionalmente le tocó la misión de ponerlos a nivel de su espíritu.

La simple anécdota que ellos enuncian tal vez pueda ser descubierta hoy bajo una luz distinta, tanto como vistos con fruición menos entusiasta que cuando comenzaron a andar, hace de esto más de treinta años. Pero como quien los ha trazado alienta aún la secreta esperanza de una intemporalidad protectora, a ella encomienda la suerte de este manual de apuntes poéticos (no es otra cosa), que pasa a tomar las formas del volumen quizá sin merecerlo.

LA SIEN SOBRE AREGUÁ delata, por supuesto, una experiencia autobiográfica, salvo excepciones que allí mismo se manifiestan. Asombrará probablemente en estos tiempos ese aire de ausencia, de camino cumplido, que lo caracteriza. Pero no hay otro modo de dorar el ayer que con los colores que nacen de su propia entraña. La sien del peregrino continúa reposando idealmente, y como siempre, sobre piedra y gramilla del regazo aregüeño, aunque su andanza haya podido insinuar nuevos horizontes en la angustiada vigilia de su alma.

Y nada más. Con esto ALCÁNDARA habrá logrado su propósito, gracias a la fraterna (y generosa) dedicación de sus directores, y el autor, por su parte, vuelto hacia los hontanares de su conciencia, dispuesto a rescatar desde ellos el verdadero sentido de una vida que sólo ha pretendido expresarse por medio de escasas vislumbres, entre las cuales habrá que considerar a la poesía como a una irrecuperable sombra que se esparce a lo lejos.

El resto queda a cargo del paciente y anheloso lector, "mon semblable, mon frêre", según lo recordaba nuestro implacable maestro don Charles Baudelaire. Que así sea.
Opá che rembiapó.

RAÚL AMARAL
(Isla Valle,
15 abril, 1983)
 
.
A mi madre,
ya silencio lejano,
soterrada luz
 
A la olvidada sombra
del poeta paraguayo
Guillermo Molinas Rolón.

 

CARTA CIVIL
 

ELEGÍA INDIANA

A la mujer de la Residenta
y del Chaco, novia y madre
del pueblo paraguayo.

 
Donde la vida empieza,
donde la sed de una vertiente sigue
a su cauce inicial
y en el silencio
se detienen tus tibias ramazones,
el muro vertebral,
el canto raudo
y ese reflejo de cansada estrella,
de un resplandor
hacia la sombra libre.
Estás allí,
donde el color se pierde
y en una primavera
adquiere otros reflejos, ya lejanos,
con desvaída estampa
y una guirnalda de humo
(una guirnalda de humo
que es tu lápida cierta.)
Así te pienso,
así te veo,
descubierta a la línea de las lágrimas
en el columpio
de un lapacho indemne,
en el temblor
de aquella mano trunca
que florece de noche en el estero.
Este tránsito
viene de la angustia,
del ingenuo cantar
y del reposo que a la espera sucede.
Por él se agravan los caminos,
la cardinal frescura
de la luna,
y la mirada vuelve como antes,
como entonces,
al corazón cruzado
de irreprimibles lianas.
Donde comienza el deslizarse
de un sigiloso
pie desnudo,
trayendo su mensaje
de tribus, de corazas,
de carabelas de salitre
hundidas en el aire de América
-mientras tú, cifra y signo
aborigen
te adelantas a amar tu propia ausencia-
allí te pienso,
allí te veo,
de regreso algún día
y para siempre.
 
 

 
LA LUZ DESDE LA PIEDRA

 
AREGUÁ no es, a treinta kilómetros de Asunción, un lugar inventado o el recurso de alguna fantasía. Quizá sea hoy tan sólo una pequeña postal anclada en la memoria, con sus calles de césped, sus casonas abandonadas, su aire de ciudad por donde una guerra lejana o un éxodo invisible hubieran dejado cicatrices de ausencias, de largas esperas. Seguramente por allí, con el título ya borroso de "villa veraniega”, han ocurrido muchas cosas, según se relata en las novelas de Gabriel Casaccia, que le han devuelto universalidad, reconstruyéndola no con crudeza sino con humano realismo.
Pero hasta ahora el viento sigue, liviano y distinto, asediando a la próxima cordillera de cerros; la luna rural se muestra gozosa de sus mágicas noches, y el lago, que a poco ofrece sus mansas orillas y sus pirizales, contempla, como en un espejo quebrado, las imágenes frustradas que fueron dejando, a través de las horas, su marca de quietud o de herrumbre.
A pesar de todo, Areguá existe. El autor de este libro ha vivido en una de sus compañías -en Isla Valle- y buscado más que su corazón de raíces y pedernales, su esencia de pueblo. Y así aprendió a amar su silencio, el mismo silencio que sepultó a Esteco, a Concepción del Bermejo, a Santiago de Xerez, y que ayudara a imaginar la Ciudad de los Césares.
Allí nacieron, mucho antes de ser escritos, hace ya dieciocho años, estos poemas, cuya segunda parte (la primera es una versión resumida y corregida de CARTA CIVIL AL PARAGUAY) pertenece a aquel caminante, a aquel peregrino, que durante muchos días no tuvo dónde apoyar sus sienes, descansar su cabeza. El autor espera, finalmente, que alguien, alguna vez, recuerde que el destino de sus cenizas, o de su sombra, deberá hallar eternidad y frescura de campo en el regazo primaveral de Areguá.
(1972)

 
I
 

(AREGUÁ)

A la memoria de
Gabriel Casaccia

 
Puerto del paraíso.
Algo cae que parece una hoja,
una voz,
algo que tiene la forma del silencio,
intemporal silencio de las aguas
que rozan esta pequeña arcilla del mundo.
Yendo a los pirizales
convocan las ausencias
rústicas lunas,
sangre de la tristeza,
todo lo que ha quedado
entre estas calles de césped siemprevivo,
este lago de peces demorados,
y la piedra que asume su distancia
con una soledad irremediable
que semeja el confín de un canto,
de una muerte
por cuyos ojos crecen alas,
nombres, asombro del olvido,
y de cuya boca
nace una sal desconocida.
 
Un caminante
se detuvo alguna vez,
con sus pasos remotos,
sus recuerdos,
y un arcoiris brotando de sus manos
como un rito de infancia.
Un caminante
que una tarde, una noche ¿quién lo sabe?
buscó la piel del pueblo,
su primavera trunca,
los entornados jardines,
la pobre luz despierta,
aquello que es tan sólo una palabra
o como un resplandor
de la memoria,
el aire arriba de las campanas sueltas
perdiéndose en el verde,
ardiendo en el sopor de los mangales,
sin nadie en el adiós,
sin nadie de su imagen
llamándole a los huesos
tiernamente.
Lo enterraron o aun vive ¿quién lo sabe?
entre arroyos, relámpagos,
secretas arboledas,
y ese cortejo de los mainumby
que anuncia que nada nuevo vuelve.
 
Hombre,
callada estalactita,
idéntico a las cosas y a las gentes,
al modo de morir que aquí se usa,
hombre, piedra, tierra,
que es lo mismo.
 
(Aquí yace su sombra).
 

 
II
(LA FUNDACIÓN/ 1538)

Un capitán del pueblo
-sangre, monte, río en los ojos-
un capitán la amaba
desde su norte,
caminos en penumbra,
muerte adentro.
 
Con una flor de fuego
junto al pecho
sigue ahora (es lo que dicen)
convocando riberas,
islas de asombrados mandarinales,
una que otra huella
que alguien deja caer
en tierra sin amparo,
poblada de salobres mapas,
de leyendas nacidas
al costado del viento,
cantos
que aun laten en alguna guitarra,
nombres de soldados
sin sombra,
gente anónima, errante,
heredera apenas de una cicatriz
o un silencio.
 
Desde el verde tribal,
allí donde el paso
de las madres guaraníes
abría margen al tiempo,
en esa orilla
se adivinó la mano,
el hierro,
aquella mirada de combate,
del primero que quiso
abatir el misterio,
el lento alerta del pindó,
las alas que crecían en las selvas
con remoto color
inexplicable.
Pero ella quedó,
aquí la hallaron,
cintura insomne,
flecha en destino,
mburucuyá desnudo y áspero
vuelto al mundo
para vivir la amarga siembra,
la arrogante ceniza de los caciques,
el hijo inmemorial
y todo eso.
 
(Alguien mira
hacia el sur,
hunde su imagen
en los cañaverales que alza la luna,
desprendida
del cortejo de lanzas,
ausente -más que nunca-
de sus noches.
Alguien campea
el rastro apagado de las canoas
y prepara su luz,
su soledad, su triste avío,
en tanto que los peces
apuñalan
el desvelado rumbo del agua.
Y sabe
quién es la que está allí,
por los siglos vencida
y renaciente,
por los siglos en cruz,
india y mártir,
mujer de huesos puros,
asomada al altar de la pobreza
y sin embargo
con su yasyratá guasú
que anuncia
nuevas edades,
el mágico sabor de la esperanza.
Ella está allí,
silvestre entraña
al alcance del aire,
hoy las sienes buscando los enigmas,
en otro adiós,
en otra desventura).
 
Un capitán del pueblo,
señor de espada y de proclama,
quiso darle su amor
y su raíz más honda,
regresó con fusiles y estandartes,
barbas chúcaras,
voces sin fronteras,
y le rindió su nombre de caudillo,
entre los blancos ángeles,
entre el sueño y la pólvora,
mientras la muerte
ardía
bajo su piel guerrera.
 
 

III

(ISLA VALLE)

A la memoria de
Juan Bautista Rivarola

 
Nombró a un dios
una mañana herida de muertes
y vio cómo la costumbre
trepaba de hoja en hoja
hacia quién sabe qué tiempos,
amarillas conciencias,
pobres cosas,
brillando sin quererlo.
Desde entonces
sus pasos
son esa ráfaga triste,
ese latido musgoso
que sueña con algún regreso
de playas imantadas,
ausentes
de sirenas y recuerdos,
donde la escafandra del humo
procura los habitantes
de las alas,
la pequeña moneda
del lago,
la sepultada hueste campesina
que aquí se llama
como en el Edén fueron dichos
las raíces,
el perfil del llanto,
la espina del mundo
y el fuego innumerable.
 
En las sienes
nacen piedras veloces,
circuitos de sombra,
quejidos de animales parturientos,
yunques de la memoria
y un sendero
que crece en el olvido,
en la remota
anaconda del hombre,
aquel que está aguardando
que alguien
descuide sus vigilias
para saltar
hacia esta isla de caballos,
de crueles mariposas,
que hizo brotar Gauguin
desde sus colores
o su ausencia.
 
En las sienes
había un mundo rodeado de árboles
que galopaban
por la arena
encendiéndola de caracoles
y promesas.
 
Había unas pocas personas
que hablaban
de la vida
y que fueron quedándose,
nutriendo
sus quebrados laberintos,
mientras alguien
grababa en el aire
una canoa
para invitar al amor
a recorrer los túneles de la sangre
a la hora
en que las sienes despliegan
 sus redes sin historia.
 
Todo ha sido así,
es así,
la vez que el hombre
traspone los capiteles
de la escarcha,
los valles, los mansos
mercados de los pueblos,
entra en otro
espacio del insomnio
y con su poncho crepuscular
-protegiéndolo de siglos-
cruza por esta isla
de caballos,
aparta el lujurioso
paisaje de la luna
y se tiende a esperar
que vuelva su niñez
de últimas nubes,
donde quedó su lívida trinchera,
el materno morrión,
su perdido clarín
incandescente.
 

IX
(EL AMOR)

Algo que se parece
al fuego,
a su imperiosa constancia,
a su llamado.
Una brillazón de palabras,
probablemente
un relámpago,
o un despertar en medio del silencio
subiendo por las sienes
el recobrado asombro
de las cosas,
los ojos en busca de sus puertos
de colores,
las cabelleras sueltas
hundidas en el cielo amarillo,
en los confines olorosos
donde las imágenes no vividas
se apagan con tristeza
llevándose un fragmento de todos,
el asediado perfil
de cada uno.
Una mano,
aquella que distiende sus ramas
en el pecho
y procura una flor
inexistente,
un paisaje sin reflejo,
mientras la trasparente música
que viene de otra edad,
quizá de otra presencia,
allá entre las espumas,
en la inquieta cercanía del aire,
dice el recuerdo
que las lluvias dejaron
en quién sabe qué apagadas orillas.
 
Algo que se parece
al fuego,
a su alborada,
y que responde a unos pasos,
que contiene la pasión
de unas lágrimas,
el vértice del azar,
el anuncio de una campana
que vuelve,
despierta los sentidos,
trae la melodía del tiempo
rodeando una cintura,
sumándose a su latido,
a su perfecta llama.
Reina
entre leyendas de nubes,
geometría de alas,
hojas, dibujadas plazoletas,
descubriendo día a día
en aquel vecindario
de conciencias,
en las efusiones de la costumbre,
el rostro mutuo,
el sabor de la primera esperanza,
la elegida sombra
de la sangre,
de las renovadas presencias,
que son el revés del vértigo,
la muerte sucesiva.
Reina
como un anillo de bruma
a lo lejos,
anudada al mundo,
sed de hombre, a veces,
en la playa sin término
o nombre, siempre, de mujer,
unido al duelo del aire
con la secreta
alquimia del sueño.
 

X
(LOS AMIGOS)

A la memoria de
Pablo Max Ynsfrán y
Víctor Morínigo

 
 
Un rostro,
una palabra enterrada,
síntesis de la noche
junto a estos ventanales,
reflejo de historias
contadas en algún país de nostalgia
donde la muerte
se alza
en los pechos abandonados
que los pájaros van a poblar
antes que comiencen
a arder nombres,
recuerdos, violencias,
o asome por los años de este
o aquel testigo
el filo de la melancolía.
 
Allí está, están,
vinculándose a innumerables olvidos,
recuperando resplandores
con una oculta sed en la mirada
y un juego de regresos,
porque se han quedado a vivir
lo esencial,
el duro latido del mundo
- pulso
del guijarro,
fiel de la nervadura –
mientras alguien
orienta su andamiaje hacia el prójimo
y una frontera de asombros
identifica su corazón
de cuarzo oscuro,
su difusa ansiedad.
 
Tal vez
nunca se sabrá
quien hizo la primera pregunta,
quien llamó
a la primera puerta
o inventó en el canto
la inédita desnudez
de una lágrima.
Tampoco se sabrá
qué ciudades o espigas,
qué fantasía de nubes o de trenes,
quiso reunirlos,
anudar sus pasos,
recobrar sus leyendas.
Apenas si se dijo
que existían
y que habían sido sorprendidos
entre una niebla
violeta,
calladamente idénticos
al fantasma de Poe o de Novalis,
oficiantes de edades,
narradores del humo,
suelta noción de que en cierto lugar
fueron la lenta espera,
la despedida
del viento en las madrugadas,
cuando la luz inicia
su suicidio
en el rocío de esas plazas
que todavía guardan
un secreto perfume de provincia.
Ellos, uno y ninguno,
todos,
distintos a la vez y confundidos
en la imagen del aire,
en el viaje
que cada cual emprende
hacia una aldea
sin relojes,
sin gentes,
sin origen.
 
Un rostro,
una palabra enterrada,
son los que un día retornan
asiéndose a los últimos saludos,
buscando el nivel de lo imposible,
vértigo
de la pureza,
vertiente de bautismo
en la inicial
mañana del hombre.
 

XVI
(EL NOMBRE)

Alguien vuelve
en la cruz de alguna palabra,
en el vértigo de las cosas,
con su mundo de esperas,
desazones,
tumultos de la sangre
y la soledad,
ahora que arde el silencio
o es apenas una fecha,
una tristeza venida de la tierra
hacia la sal humana,
hacia el verdor de los huesos
y los sueños desnudos.
 
Eso es todo:
la sombra de la memoria
cayendo uno y otro día,
gota a gota,
muerte a muerte,
en el pulso del alma,
allí donde se abisma el grito
y el hielo de la fiebre
es una antigua lejanía,
un eco irrecuperable
y disperso.
Algo en el tiempo
ha quedado,
semilla puesta en las sienes,
como germinación
de pájaros
que crecen en el aire
llevando apenas
un ala de nostalgia,
un arco de misterio en su retorno.
 
Algo que está en el viento,
en el partir
de quién sabe qué lejano galope,
entre muertas vislumbres,
arpas, lluvias de aldea,
evocaciones y jinetes.
¿Qué pregunta vivir,
qué llanto sembrar en la raíz que vuelve:
piedra, horizonte,
desierta espuma,
allá donde el misterio
se pierde en sus colores,
ya muralla del mundo,
piel que nace a la andanza,
al arduo desvelo
de uno mismo?
¿Cómo, entonces,
recordar al ausente,
páramo convocado y sin distancia,
qué decirle que no haya estado
dentro de su sombra?
 
Alguien vuelve,
perfume del canto,
corola de los tiempos,
pone en hombros del caminante
su esplendor,
la luz que viene de los valles,
y en el final de la promesa
la lenta flor que se anuncia, sin quererlo,
al mensaje del viento,
recobrada
en el vértigo de un pecho
como la dimensión del milagro
o la vigilia
de una llamarada.
 
Alguien baja,
entorna los pasos,
asume los días de la Nada
y deja que su imagen,
su fatiga de soles,
remonte su vertiente por el lago,
mientras crece,
junto al carisma del humo,
a los encendidos pirizales,
la melodía
de quién sabe
qué insepulto destino.
 
(Eso es todo)
 

INDICE

*. Explicación,
*. CARTA CIVIL : Elegía indiana,/ Al Paraguay I, II,/ Celebración de los ríos guaraníes I, II ,
*. LA LUZ DESDE LA PIEDRA
I. Areguá, II. La fundación, III. Isla Valle, IV. El peregrino, V. Magia del Ñacûrûtû, VI. La sombra, VII. Alguna vez el viento, VIII. Las ciudades, IX. El amor, X. Los amigos, XI. Los mártires, XII. Rafael Barrett, XIII. El sueño, XIV. Mangoré, XV. La voz, XVI. El nombre.
 
 
 

 

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