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GABRIEL CASACCIA (+)

  LA LLAGA - Novela de GABRIEL CASACCIA


LA LLAGA - Novela de GABRIEL CASACCIA

LA LLAGA

Novela de GABRIEL CASACCIA

LIBRO PARAGUAYO DEL MES

Año 1 - Nº 4 - Enero de 1981

Ediciones NAPA

Asunción - Paraguay

1981 (181 páginas)

 

Portada e ilustraciones:

OSVALDO SALERNO

 

 

 

 

COMENTARIO

 

         Con "El Guaju", colección de cuentos de abismal profundidad y extremada sencillez publicada en 1938, Gabriel Casaccia encuentra definitivamente su lenguaje y se afirma en su misión de escritor. De allí en más su obra es una misma indagación de la realidad del espíritu, aferrada por el lenguaje, el escenario y la temática a la vida del Paraguay. Es una ruptura con el Paraguay idealizado y la búsqueda de sus verdades esenciales en el alma de los paraguayos.

         "La llaga'.' aparece en Buenos Aires en 1964, doce años después de que, al decir de Josefina Plá, con la publicación de "La Babosa" calzara botas de siete leguas a nuestra narrativa para hacerle dar un salto de cincuenta años". "La Babosa", que en su momento provocó la indignación de sus compatriotas, heridos en su amor propio, es hoy reconocida como uno de los monumentos de la literatura americana.

         "La llaga" no tuvo la resonancia ni suscitó el escándalo que provocara "La Babosa", acaso por su engañosa sencillez de estilo y de estructura, acaso por la trivialidad aparente de la anécdota. "La llaga" nos cuenta la historia de un muchacho sin carácter, cuyo padre se ha suicidado por motivos que no se revelan, y que siente una pasión casi morbosa por su madre, una cuarentona frívola y ligera de cascos enamorada de un pintor sin éxito, el cual, por pura irresponsabilidad y con la esperanza de salir de la situación miserable en que se encuentra, se enreda en una conspiración igualmente descabellada. Mediante esta intriga vulgar, a través de personajes igualmente vulgares, de episodios intrascendentes, tratados de una manera directa, naturalista, el escritor conforma una parábola, una metáfora del clima espiritual de una época.

         "La llaga" sugiere mucho más de lo que dice, el contenido va mucho más allá de las palabras. Aunque Casaccia no elude el compromiso, no se trata esencialmente de una denuncia de vicios y arbitrariedades de tal o cual gobierno, sino de la quiebra del carácter que los hace posibles, que condiciona el curso de los acontecimientos antes que ser condicionado por ellos. Los personajes son autores de su propio destino, víctimas y victimarios de sí mismos.

         "La llaga", que se lee con facilidad y sostenido interés, porque Casaccia es un admirable narrador, no está escrita sin embargo para gustar sino para conmover, para comprender. No en sentido superficial, anecdótico, sino en las fuentes mismas de las miserias del espíritu, abrumado por su inconsistencia interior y su contorno, que malogran, anulan y corrompen lo mejor que hay en el hombre. Al mostrarnos la debilidad de carácter, la inconsecuencia, la desidia, la irresponsabilidad, la cobardía moral, nos está diciendo que somos culpables de vivir en un pantano de aguas pútridas, atormentados por mosquitos, como dicen que están en las puertas del infierno las ánimas de los que en vida no fueron acreedores de elogio ni vituperio, indignos por igual de la bienaventuranza como de los horrores del infierno.

         Si no fuera por las resonancias que deja en el espíritu, "La llaga" no pasaría de ser un novelón de segundo orden, pasado de moda por añadidura. Pero el lector menos avisado siente, adivina, que hay algo detrás de la anécdota; algo que lo perturba, que remueve su conciencia y que lo irrita. Nadie sale ileso de la lectura de "La llaga". Se percibe una indagación dolorosa en la cual las imágenes aparecen como símbolos convencionales, o si se quiere como ideogramas destinados a hacer comprensibles los confusos delirios del sueño de un angustiado. Pero, en vez de dramatizar y magnificar el tenso diálogo con las sombras, Casaccia los simplifica al máximo, los oculta discretamente, modestamente, con episodios de la vida corriente, vividos por personas corrientes, narrados con un lenguaje sencillo, sin relieves, en el que pareciera estar ausente la llamada voluntad de estilo, la persecución de la forma por la forma, pero, acaso por eso mismo, asombrosamente eficaz y adecuado a su objeto.

         Gabriel Casaccia ha sido comprendido y valorado por críticos profundos y por grandes escritores. Pero también sus libros están al alcance del lector común, que más que comprenderlos, los siente y adivina. Y esto es lo principal tratándose de obras de arte. Hasta las reacciones negativas que provoca son el efecto del vigor de su mensaje. No adula, no hace concesiones, no se hace ilusiones. Es un testigo verás e insobornable. Tal vez haya insistido demasiado en las sombras, olvidando la luz, que en "La llaga", sin embargo, aparece como un atisbo, como una posibilidad de redención.

         Juan Bautista Rivarola Matto

 

 

 

 

 

 

-I-

 

         Constancia Vidal, viuda de Cantero, salió del rancho con una silla en la mano y se sentó en el patio, a la sombra de un árbol de paraíso. El patio era de tierra, con aquel árbol de paraíso y unos cuantos naranjos raquíticos. En el fondo, brillaban bajo el sol las dos chapas de zinc del techo de la letrina, rodeada ésta de trozos de arpilleras que hacían las veces de paredes. Voces y gritos de mujeres y lloros de chicuelos brotaban de otros ranchos y patios vecinos, separados a veces unos de otros por temblequeantes cercas de tacuaras, y formando en su totalidad un intrincado laberinto de ranchos y patios en uno de los arrabales de Asunción.

         - Buenos días, la patrona. ¿Hace tiempo llegaste? -dijo Olinda Rojas, la dueña del rancho, que entraba de la calle, al ver a Constancia.

         - No hace ni cinco minutos- Olinda Rojas, la dueña del rancho, que entraba de la calle, al ver a Constancia.

         Venía Olinda cargada con una lata de kerosene llena de agua, que había ido a recoger en un pilón municipal allí cercano. Se agachó para colocar en el suelo la lata, que traía sobre la cabeza. El esfuerzo puso sus músculos y tendones tirantes como si fuesen a romperse.

         Era Olinda Rojas un tipo de campesina, alta, enjuta y angulosa, con los tendones y venas en relieve bajo la piel reseca. De pie, y alzando los brazos huesudos y largos, se asemejaba a esos árboles chamuscados, que apuntaban al cielo sus ramas ennegrecidas.

         - ¿Ocupado en un asunto?- preguntó Constancia a Olinda con un gesto en que la pregunta parecía hacérsela a sí misma.

         Olinda acababa de decirle que Gilberto Torres había pasado más temprano por allí para avisar que esa mañana no vendía porque andaba muy ocupado en un asunto.

         Era la primera vez que Gilberto faltaba a esas citas que desde un año atrás tenía con Constancia en el rancho de Olinda. Tanto Constancia como Gilberto vivían en Areguá, pero casi todos los días viajaban a Asunción. Aquélla, con el pretexto de hacer compras o realizar gestiones de la sucesión de su marido Francisco Cantero. Gilberto obligadamente, porque daba lecciones de dibujo en una escuela particular.

         Fue Constancia la que tuvo la idea de utilizar el rancho de Olinda para sus entrevistas con su amante. Conocía a Olinda desde año antes, cuando sirvió de cocinera en su casa de Asunción. A Gilberto le hubiera gustado más tener las citas en un amueblado, que por malo que fuese nunca sería tan caluroso e incómodo como el rancho. A Constancia, el sólo pensar que podía poner los pies en un amueblado le causaba espanto, porque le traía el recuerdo de su marido, que se había quitado la vida en la pieza de una de esas casas. Gilberto no creía que fuera esa la verdadera causa, y sospechaba que el aborrecimiento, la repugnancia de su amante por esos lugares debía tener otro motivo, que se lo ocultaba. Quizás existía una relación secreta entre el hecho extraño de que Cantero hubiese elegido un sitio así para suicidarse y la aversión incoercible de Constancia.

         Tendría la viuda de Cantero alrededor de cuarenta y cinco años. Era de mediana estatura, ni delgada ni gruesa, un tanto desgarbada al caminar y moverse, y de aspecto sensual, incitante, voluptuoso. Más bien fea, de boca grande y dura, y de facciones vulgares, sin gracia, suplía su poca belleza y sus años con sus afeites, su coquetería y su preocupación por gustar, por atraer la atención de los hombres. En sus ojos de un gris verdoso había siempre una expresión provocativa o insinuante.

         Se detuvo un rato en la puerta del rancho, pasándose nerviosamente la mano por la abundante melena teñida de un dorado tirando a cobrizo. La desasosegaba la falta de Gilberto. Se lo imaginaba en brazos de otra mujer más joven que ella. Le preguntó a Olinda en guaraní si Gilberto había venido solo. Sí, nadie lo acompañaba.

         Entró Constancia en el rancho. Éste tenía una sola pieza, con el piso de tierra y el techo de zinc, del que se desprendía un calor infernal en la hora de más sol. De sus muros de paja y barro pendían estampas de santos y varias fotografías ordinarias y desvaídas, de esas que se toman en las plazas públicas, de parientes y amigos de Olinda. Había también de ésta y su compañero, ya fallecido, dos grandes retratos coloreados, cubiertos de sendos cristales de ataúd. En un rincón se veía una vieja cómoda, y ocupando casi toda la habitación una ancha cama de hierro, con los elásticos vencidos, que cuando recibía los cuerpos de Constancia y Gilberto se hundía casi hasta tocar el suelo.

         Ante un pequeño espejo rajado y borroso, que pendía de un clavo en la pared, Constancia se pintó los labios y se oscureció aún más los párpados y las ojeras. Se retocó la melena. Su mirada se detuvo un buen rato en la piel ajada y floja del cuello. Se lo acarició despacio con la mano. Parecióle que un mes atrás no estaba tan marchita. Bajó la vista y observó las ligeras pecas que le manchaban el dorso de ambas manos.

         Se despidió de Olinda, poniéndole en la mano cien guaraníes. A menudo le daba dinero o algún obsequio.

         Caminó despacio por la calle Sebastián Gaboto, y luego por la de Tacuary. Las primeras cuadras anduvo un poco indecisa, al azar. Por fin, se dirigió a la escuela General Fulgencio Yegros. Era el colegio donde Gilberto daba clases de dibujo tres veces por semana. La recibió una muchacha de guardapolvo blanco que al saber que buscaba al profesor Torres, le dijo que no daba clase ese día.

         - Sólo los lunes, martes y viernes.

         Constancia recordó entonces que era jueves. Echó una mirada a su reloj de pulsera. Aún faltaban dos horas para la salida del autobús para Areguá. Se le ocurrió que podía llenar esas horas vacías yendo a visitar a algunas de sus amigas de su época de casada. Pero enseguida desistió de esta idea. Había perdido la costumbre de verlas. Desde que vivía en Areguá, a donde se había trasladado hacía alrededor de dos años, poco después de la muerte de su marido, casi no las visitaba, y las pocas veces que lo hizo, la acosaron con tantas preguntas sobre su cambio a Areguá y el raro suicidio de Francisco, que salió de esas viviendas mortificada y prometiéndose no volver más. Sentía como si su mundo ya no fuese el de ellas. Tal vez conocían sus amores con Gilberto; porque en Asunción ningún secreto se puede guardar mucho tiempo. Sólo se trataba asidua e íntimamente con una sola amiga, Adelina Carranza, que estaba separada de su marido, y con la que simpatizaba por ser una mujer liberal y sin prejuicios.

         Constancia volvió hacia 25 de Mayo y siguió por esta calle. El ir y venir de la gente la distrajo. Se detenía ante los escaparates, y mientras andaba se decía: "Podría pasar por la peluquería de Rosita. Peina muy bien. La vez pasada me aconsejó que no me tiñese tanto el pelo... Rosita tuerce la boca con un gesto de depravada mientras fuma. ¿Será cierto lo que me contó Adelina de ella? No creo... Si Gilberto no hubiese faltado estaríamos ahora bañados de sudor bajo el zinc caliente. Ese rancho es como un horno en que nos metiéramos desnudos...Esta chica me mira como si me conociera. No debe tener más de veinte años. Gilberto podría estar con una así en este momento, olvidándome a mí como a un trasto viejo... Si entre los dos tuviésemos un secreto muy grave, eso lo ataría a mí por toda la vida. Lo leí en alguna revista. No, creo que fue en una crónica policial. El caso ése de la mujer que complica a su amante en un crimen para tenerlo agarrado para siempre. Si cometiera un crimen y yo tuviera el secreto, no podría abandonarme aunque me convierta en una vieja y tendría que encontrarse conmigo en el rancho de Olinda... ¡Qué ropa interior más fina...! ¡Ah!, pero si es la vidriera de Bon Goût. No estoy lejos del escritorio del doctor Agüero. Podría llegar hasta allí para hacer tiempo. Pero ¿para qué? Hace días que lo vi.... Gilberto se enloquece por la ropa interior de seda. A mí también me da un placer la seda... ¿Será cierto lo que me dijo el otro día que Rosalía le da asco, y que hace meses no hace nada con ella...? Puso mala cara cuando lo invité a escaparnos a la Argentina..." Constancia volvió a mirar la hora en su reloj de pulsera. ¡Con qué lentitud se deslizaba el tiempo! Tenía la sensación de que llevaba mucho rato andando, y sólo había transcurrido menos de una hora desde que salió del rancho de Olinda. Para sentarse y descansar un momento se decidió a ir hasta el escritorio del procurador Agüero, que no estaba lejos de allí, y era quien se ocupaba del sucesorio de Francisco Cantero. Los trámites se hacían interminables. Agüero le echaba toda la culpa de esa lentitud y tardanza a la haraganería y falta de escrúpulos de los jueces. Solía decir que había dos clases de asuntos: los expedientes-tortugas y los expedientes-cohetes. En éstos el juez tiene una tajada, en aquéllos, nada. Pero depende del cliente transformar un expediente-tortuga en un expediente-cohete o viceversa. Una vez, Gilberto le preguntó quién era su abogado. Al decirle Constancia que era el doctor Desiderio Agüero, Gilberto exclamó: "Lo conozco. Ese no es doctor ni abogado, sino procurador. ¡Un sinvergüenza! ¡Un sinvergüenza! Te va a comer viva. Yo te voy a recomendar al primer abogado paraguayo". Pero Gilberto no volvió a tocar el tema. Constancia pensaba que no lo había olvidado, sino que como ella no se negaba a darle dinero cada vez que se lo pedía, con la promesa de devolvérselo al día siguiente, Gilberto perdió el interés que pudo tener en conocer pormenores de la sucesión de Cantero, y hasta de manejarla, llegado el caso, a través de un abogado amigo.

         Sobre la calle 15 de Agosto, a media cuadra de la calle Palma, el procurador Desiderio Agüero, al que todos llamaban doctor Agüero, tenía sus despacho. Éste se abría directamente sobre la calle, en una sola habitación Para entrar había que subir tres peldaños de ladrillos desgastados, que tomaban parte de la acera.

         Constancia entró, saludó a Agüero y fue sentarse en una silla con asiento de madera entre otros clientes que estaban allí sentados esperando su turno, en fila contra la pared, como presos. Eran cinco campesinos, entre mujeres y hombres, todos descalzos, y aquéllas con la cabeza cubierta de mantos negros. Se estaban allí las horas, quietos, pacientes, imperturbables, como tallas oscuras.

         Agüero trabajaba siempre con la puerta de la calle abierta de par en par, no sólo para airearse, porque la atmósfera de la pieza era calurosa y sofocante, sino porque el trabajo se le volvía más llevadero viendo el trajín de la calle. La mesa-escritorio se hallaba colocada en medio de la pieza, frente a la puerta. Cerca había un viejo ventilador que funcionaba con un ruido infernal. Entre este ruido y los de la calle era casi imposible conversar. Pero esto parecía no molestar a Agüero.

         Como lo que buscaba Constancia era descansar un momento, se puso a observar a Agüero mientras conversaba con una mujer arrebozada. La había hecho sentar a un costado del escritorio para que no le estorbase la vista de la calle, hacia donde miraba continuamente, saludando con la mano o diciendo "adiós" a los conocidos que pasaban por la acera. Y hasta en tres o cuatro ocasiones se levantó para cambiar unas palabras con algunos de ellos.

         Agüero andaría por los sesenta años. Era de pelo canoso, más bien bajo, tirando a obeso, con un vientre prominente y el rostro congestionado. No soltaba de la boca su bolita de mascada, que no le molestaba para hablar ni reír. A la vista estaba que Agüero era de natural exuberante, charlatán y movedizo. Al hablar mezclaba espontáneamente el castellano y el guaraní, según que la expresión tuviese más fuerza y color en un idioma o en el otro.

         Al cabo de un rato, Agüero se levantó y empezó a hablar caminando. Llevaba descuidadamente un traje de brin blanco, arrugado y sucio. Los zapatos eran de tela con suela de cáñamo y los usaba sin medias. "Debe ser por el calor que no lleva medias", pensó Constancia distraída con la traza y los movimientos y gestos de Agüero. Entretanto, un mitaí raquítico, puro piel y hueso, descalzo, comenzó a cebarle el mate. Mientras aguardaba a pocos pasos de Agüero a que éste terminara de servirse, se entretenía jugando con un bolero.

         En una de sus idas y venidas, Agüero se acercó a Constancia.

         - No hay novedades - le dijo-. Dentro de una o dos semanas, tal vez, se cobre algo de la liquidación de la hipoteca de Zabala. Esas hipotecas que hizo Cantero para asegurar sus préstamos son insuficientes, y las ejecuciones van despacio. Yo no sé cómo había prestado su dinero tan descuidadamente, sobre todo que usted me dijo que era muy ordenado y vivo.

         - Yo no entiendo de esas cosas, doctor. A mí Francisco no me contaba nada de lo que hacía con su dinero, y en los últimos tiempos se había vuelto muy reservado.          

         - Véngase dentro de una semana -dijo Agüero, tendiéndole una mano ancha y gorda-. ¡Ah!, ayer le di a Torres los diez mil guaraníes que usted me encargó.

         Constancia se la estrechó. En el dedo anular de la mano derecha, Agüero lucía una sortija con un brillante de buen tamaño. Solía vanagloriarse de que esa joya a los ojos de los clientes le era más útil que el diploma de procurador, que colgaba de una de las paredes de su despacho.

         Constancia fue caminando calle Estrella arriba, por la acera de sombra. Era cerca del mediodía. El sol caía a plomo. Al pasar por un almacén pensó en los hijos de su amiga Rosalía, la mujer de Gilberto, a los que siempre les llevaba de Asunción caramelos o alguna otra golosina. Entró y compró una caja de galletitas, pero esta vez adquirió también una tela sencilla para un vestido con el objeto de regalársela a Rosalía, de quien a menudo se enternecía y compadecía por la vida mezquina y llena de privaciones que llevaba.

 

 

 

 

-II-

 

         Constancia llegó a Areguá a la una de la tarde, mareada y cansada. El viaje había sido muy penoso, a pesar de los escasos treinta kilómetros que separan a aquel pueblo de Asunción. La marcha del viejo autobús era lenta y se detenía a cada rato para bajar pasajeros. Dentro, el tufo y el vocinglerío de los campesinos, que se hacinaban en los duros asientos de madera, formaban una atmósfera maloliente y ruidosa.

         De la parada del ómnibus a casa de Constancia había una distancia como de cuatrocientos metros. Los recorrió a pie, bajo su sombrilla, por la calle principal, cubierta de yuyos, calle que Areguá en un pasado no lejano se había dado el lujo de empedrar, como si fuera una calle de la capital. A ambos lados y en dos o tres cuadras la flanqueaban chalets, abandonados y ruinosos con sus verjas de hierro rotas y caídas. No se veía un alma. El sol voraz lamía, con sus lenguas de fuego, las puertas y ventanas cerradas. El silencio, la soledad y el calor de la siesta extendíanse por todo el pueblo.

         Constancia no almorzó. El sofoco y un persistente dolor de cabeza le habían quitado el apetito. Su hijo Atilio no estaba. Seguramente que había almorzado temprano, y, como de costumbre, se había ido al almacén de Simón a jugar truco o al billar. Los ojos de Constancia, encandilados por el resplandor de fuera, tardaron un rato en habituarse a la penumbra de su habitación

         Se despojó rápidamente del vestido, que estaba caliente como si hubiera salido de debajo de una plancha, y se tiró sobre las sábanas frescas del lecho. Se removió perezosamente. Nada le gustaba más que escapar del sol y del calor refugiándose en la penumbra de su habitación, como si se escondiese en una cueva.

         Durmió una larga siesta. Serían las cinco cuando despertó. La transpiración le mojaba el cuello y el pecho. Una mancha húmeda marcaba en la almohada el sitio en que apoyó la cabeza. Se quitó la camisa y con ella secóse el sudor. Dominábala un gran entorpecimiento y somnolencia. Apenas conseguía, mal que mal, coordinar las ideas. Permaneció largo rato con la mirada fija en las tejuelas del techo, "Esos pasos son de Atilio... Habrá estado jugando al billar. (Se estremeció. Por todo el pueblo rodó el rebuzno brutal de un burro en celo). Debe ser el burro de Taní que anda suelto por la loma... ¿Qué andará haciendo Atilio por la galería del frente con tanto sol? (Se le presentó en la mente la galería de la casa batida por el sol como por un vendaval de fuego). Hay días en que los ojos de Atilio se ponen tan saltones que asustan. Ayer tenía una mirada muy extraña... ¡Qué olor a sudor agrio despedía esa campesina sentada a mi lado en el ómnibus... ! ¿Qué le habrá pasado esta mañana a Gilberto? Es la primera vez que falta, pero tuvo la atención de avisarme. Si encontrase otro hombre ¿podría dejarlo...? Es tosco y petiso. Sus brazos y piernas son cortos para su estatura... Físicamente, no tiene nada de atractivo. Pero cuando me agarra entre sus brazos me vuelvo loca... Es incansable... Si pudiéramos vernos aquí todas las noches. (Cerró los ojos. Le pareció ver el patio de la casa por la noche, cubierto por las sombras de los mangos, y a Gilberto entrando sigilosamente). Esto de viajar a Asunción es cansador, y hay veces en que pasan varios días sin que podamos encontrarnos..."

         Llamaron a la puerta. Constancia se sobresaltó.

         - Soy yo. ¿Se puede? -oyóse preguntar a Atilio.

         - Entrá -dijo Constancia al par que se echaba aprisa la sábana encima-. Abrí el postigo.

         Atilio fue hacia una de las dos ventanas que tenía la habitación, y entreabrió un postigo. Difundióse por la pieza una débil claridad. La blanca sábana se pegaba como un velo a los contornos y sinuosidades de ese cuerpo allí tendido, que los ojos de Atilio recorrieron con una rápida ojeada. Se dio cuenta de que su madre estaba desnuda. Volvió a medias la cabeza mientras decía hosco, casi con enojo:

         - Salgo afuera hasta que te vistas -e hizo ademán de marcharse.

         - Quedate... No me voy a levantar - respondió Constancia-. Estoy empapada de sudor. El sudor me corre por todo el cuerpo. -Levantó un poco la sábana, con ambas manos, a la altura del cuello, para dar lugar a que el aire penetrase por debajo, y la agitó varias veces-. La sábana se me pega al cuerpo.

         Atilio observaba de soslayo a su madre y sus rubios cabellos, que era lo que más le gustaba de ella, y pensaba que no había cambiado nada desde que él tenía siete años, y lo despertaba todas las mañanas con besos y caricias echándose a su lado en el lecho. "¿Por qué hablará tanto de la sábana y de su cuerpo? ¿Por qué no hablará de otra cosa...?".

         Al ir a sentarse en una silla, Constancia le indicó golpeando con la mano en la cama, que se sentase a su lado.

         - No, estoy mejor aquí -respondió Atilio.

         Atilio contaba dieciocho años. Era alto, cargado de espaldas y con la cara llena de granos. En sus movimientos había cierta lentitud y torpeza. Su pelo era negro, ensortijado y revuelto, y la nariz aguileña, bastante aguda, igual a la de su madre, que también la tenía fina y delgada. En este solo rasgo físico se parecía a Constancia. A su voz fría, sin inflexiones, sorda, no lA acompañaba cuando hablaba ningún gesto ni movimiento del rostro. Quizá gran parte de su índole y temperamento se resumiese en sus ojos saltones, de mirar huidizo y tímido, que le daban un aspecto raro y poco atractivo. "Me parece que Atilio no ha crecido. Sigue siendo un tonto y pavo como en su infancia", opinaba Constancia al verlo indeciso y apocado en todo. A lo que Gilberto respondía: "Sí, es un chiquilín; pero de repente se pone tan taciturno y huraño, que da miedo. Es difícil entenderlo",

         - Viniste antes -dijo Atilio-. Pensabas volver con el último ómnibus.

         - Me sentí muy cansada. No tenía nada que hacer, y el calor de Asunción era insoportable. Hubiese podido pasar la siesta en casa de Adelina; pero no quise molestarla. La semana pasada me quedé a dormir dos veces.

         - Esta mañana volví a conversar con Rómulo Cabrera sobre el negocio de la ladrillería -dijo Atilio-. Ya tiene dos hornos, y si yo pongo doscientos mil guaraníes hará otro más.

         - ¡Doscientos mil guaraníes! Es mucha plata -exclamó- Constancia, exagerando su asombro.

         - ¿Te parece? ¿Es mucho dinero? -preguntó Atilio con ingenuidad, como si no estuviese seguro del valor de esa cantidad-. Cabrera vende ladrillos en gran cantidad en Asunción... Yo quiero trabajar en algo, y para mí es una oportunidad. Cabrera tiene interés en poner ese nuevo horno y ayudarme.

         - No dudo que tenga interés en poner otro horno, pero ayudarte... -y frunció Constancia los labios con escepticismo-. Según Torres, Cabrera anda apretado de fondos, y debe a cada santo una vela.

         - ¡Ya otra vez Torres! saltó Atilio con brusquedad-. Estoy hasta la coronilla de él. No pronuncias cuatro palabras sin que aparezca su opinión. Se ve que le pediste su parecer sobre mi negocio. -Su enojo y rabia crecían a medida que hablaba-. Me tratas como si tuviese diez años. Al fin y al cabo, Torres tiene unos pocos años más que yo, y de ladrillería no entiende nada.

         Constancia lo atajó furiosa:

         - Me causa gracia. Torres debe tener más de treinta años. ¿Unos pocos años más que vos? No me hagas reír.

         - Si no recuerdo mal, la otra tarde él mismo me dijo que tenía veintisiete años.

         - Y te lo tragaste -le respondió Constancia burlona-. No seas tonto. El quiere pasar por más joven por el asunto de sus cuadros. Cree que la crítica se ocupa sólo de los pintores jóvenes y por eso se quita años -y tras una breve pausa, añadió con acento inseguro-: Debe tener por lo menos diez años más de los que dice.

         - Me da lo mismo que tenga treinta o cien. Lo que me molesta es que lo metas en mi vida y en nuestras cosas. - Hizo una pausa, y luego, con cierta vacilación, prosiguió-: Nadie debe intervenir en nuestra vida. Nosotros dos podemos ser felices y vivir tranquilos. ¿Acaso nos hace falta otra persona?

         - ¡Estoy harta de oírte repetir veinte veces al día las mismas palabras!  -le contestó Constancia con irritada impaciencia-. Yo no soy ni podré ser como vos querés. Yo necesito salir, moverme, charlar con amigos. Perdería la razón si tuviera que vivir encerrada todo el día, que es lo que a vos te gustaría.

         - Yo lo que quiero es que vivas como una viuda -Le respondió Atilio, apretando los puños con ira.

         - Y ¿cómo vivo? ¿Te parece acaso muy divertida mi vida? ¿O te gustaría que anduviese con la cabeza cubierta con un manto negro, como una mujer del pueblo?

         Se abrió entre ambos una larga pausa. Tanto Constancia como Atilio parecían avergonzados y turbados por sus palabras, y buscaban mentalmente unas pocas frases simples que rompiesen ese embarazoso silencio que se había levantado entre los dos como un muro.

         - Uno de estos días, cuando vaya a Asunción, le preguntaré al doctor Agüero si ha cobrado algo -dijo Constancia tratando de dominar sus nervios y su irritación-. Le pediré su opinión sobre el negocio con Cabrera. Para nosotros es mucho dinero doscientos mil guaraníes. Francisco dejó sus cosas muy enredadas y antes de hacer cualquier gasto tenemos que pensar dos veces.

         - Está bien. Esperaré unos días -respondió Atilio, hosco.

         - Te quejas de que le pida consejos a Torres, pero vos no te ocupas de nada. Te pasas el día jugando al billar o a las cartas. Desde que estamos en Areguá has ido a Asunción dos veces. Eres un abandonado. Se te están pudriendo todos los dientes por pereza de ir a Asunción a atenderte con un dentista.

         - Estoy en manos de Alvarenga. En cuanto vuelva de Encarnación seguiré con él.

         Constancia sonrióse. Alvarenga era un idóneo dentista, que ejercía en Areguá, pero en vista de que tenía poca clientela se había ido a Encarnación, para estudiar la plaza y establecerse allí. Muchos en Areguá opinaban que ya no regresaría.

         - Tres veces solamente estuviste en el consultorio de Alvarenga, y no volviste más porque no aguantabas el dolor que te producía el torno. Sin embargo, hay noches en que el dolor de muelas no te deja dormir. ¿Quién te entiende?

         - Es un dolor distinto. Pero no te preocupes que en cuanto se me caigan los dientes ya no sufriré más. Es cuestión de aguantar y esperar. En la vida todo es cuestión de eso. Para lo que hemos de durar me parece absurdo preocuparnos de conservar unos dientes que han de servirnos muy poco tiempo. Para masticar la nada, más tarde o más temprano. Es inútil luchar contra el tiempo. Es más fuerte que nosotros y todo se lo lleva, hasta mis clientes.

         Constancia se sobresaltó. Era como si su hijo le hablase de sus propias inquietudes.

         - Siempre con esos pensamientos tétricos en la cabeza. Da tristeza vivir a tu lado.

         - Me supongo -contestó Atilio con una sonrisa desvaída-. Te comprendo. Yo tampoco estoy contento de vivir conmigo, de llevarme a cuestas como una carga.

         Entretanto, la habitación se había llenado de sombras. Caía la tarde. Entraba poca luz de afuera por el postigo entreabierto. Los contornos del cuerpo de Constancia se dibujaban indecisos bajo la sombra. Las facciones de su rostro se volvían imprecisas. Atilio se levantó con intención de abrir la ventana.

         - No, no abras -le dijo Constancia-. Me gusta estar en la penumbra. En la pieza sombría me parece que siento menos el calor.

         - ¿No te asusta estar en una habitación que se llena de oscuridad? Yo, en cambio, no lo soporto. Siento como si mi propio cuerpo se fuera deshaciendo, diluyéndose entre las sombras, haciéndose sombra él también.

         Atilio dijo esto sonriendo, como si hablase en broma. Poco después salió. Constancia quedó sola, como sepultada en la penumbra y en el silencio de la habitación. Hasta ella no llegaba ningún ruido de afuera. Experimentaba la rara sensación de que no estaba en Areguá ni en ningún sitio determinado, sino sola, muy sola, dentro de sí misma, dentro de un mundo todo suyo.

 

 

 

 

 

 

 

 

BENIGNO GABRIEL CASACCIA BIBOLINI, nació en Asunción en 1907 y falleció en Buenos Aires en 1980. Abogado por la Universidad de Asunción, desarrolló en su juventud una breve actuación política para luego trasladarse a la Argentina. Vivió inicialmente en la fronteriza Posadas y luego se radicó definitivamente en Buenos Aires. Su obra narrativa se abre en 1930 con la novela Hombres, mujeres y fantoches. En 1932 publica El bandolero, único intento dramático de Casaccia. El guajhú, una notable colección de cuentos, aparece en 1938 y al año siguiente la novela breve Mario Pareda. Algunos años después, 1947, lanza su segundo libro de cuentos, El pozo, y en 1953 la poderosa novela La babosa, obra fundamental del autor. En los años siguientes, gana Casaccia sucesivos premios con La llaga (1964, Premio Kraft) y Los exiliados (1967, Premio Primera Plana). En 1973 publica en España (Editorial Planeta), Los herederos. Poco antes de morir concluyó la novela Los Huerta, hasta ahora inédita. Gabriel Casaccia, junto con Augusto Roa Bastos, es unánimemente considerado por la crítica como el mayor narrador paraguayo, cuya obra es de lectura y estudio indispensable.

 

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Portada e Ilustraciones: OSVALDO SALERNO

Nacido en 1952 en Asunción. Grabador, Pintor y Arquitecto; sus obras han sido expuestas en numerosos países y están representadas en colecciones y museos del Paraguay y del exterior.





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