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SARA KARLIK

  ENTRE ÁNIMAS Y SUEÑOS - Autora: SARA KARLIK DE ARDITI - Año 1987


ENTRE ÁNIMAS Y SUEÑOS - Autora: SARA KARLIK DE ARDITI - Año 1987

ENTRE ÁNIMAS Y SUEÑOS

 

Autora: SARA KARLIK DE ARDITI

 

Prólogo de CARLOS VILLAGRA MARSAL

 

Editor:  EDITORIAL ARAVERÁ

Año: 1987

 

 

ÍNDICE

  Prólogo

♦  A modo de introducción

  - I -

Casi un ánima

  • Con los brazos sobre el vientre
  • Lunas acostadas
  • Casi un ánima
  • Cuentos de lluvia
  • El hombre de la caja redonda
  • Mamá Checha
  • La venganza de Mendieta
  • Entre ánimas y sueños

 

  - II -

Como de no creer

  • Rebanando el tiempo
  • Channel Nº 5
  • De distintos colores
  • Como de no creer
  • Inocencio Riquelme y los yacarés
  • Los herederos
  • Anonimatos
  • Palabra de gato

 

♦  - III -

Espejo en el tiempo

  • En esos días de culebras
  • Lady
  • Por la puerta oscura entreabierta
  • Kosta
  • El espejo en el tiempo
  • Cuando las calles no estaban asfaltadas
  • Antes que todo lo borre el viento
  • De sobra

 

 

 

 

 

Prólogo

Una buena parte de los comentarios críticos acerca del primer volumen de cuentos de Sara Karlik de Arditi, La oscuridad de afuera (Ediciones ERGO SUM, Santiago de Chile, 1987), se halla conteste en sostener la dificultad de inventariar sus textos en el ámbito de la cuentística contemporánea, y aun en el de los géneros convencionales; igual podrá suceder con los veinticuatro breves relatos de Entre ánimas y sueños, que publica ahora nuestra Editorial ARAVERA; ello advertiría sobre algunas de las propiedades más notorias de estos cuentos -al margen de la coherencia estilística y estructural de ambos libros. Se me ocurre que esas particularidades son, primeramente, la escasez y, en ocasiones, carencia completa de acción de los personajes, o si se quiere el predominio de la actividad mental que expresa una aguda realidad psíquica, movimiento interno que enerva, descoloca y en definitiva apaga gestos, hechos y palabras «externos», al contrario de la concepción tradicional del cuento corto y, señaladamente, de su ejecución por los maestros en lengua inglesa del segundo cuarto de siglo -Faulkner, Hemingway, Dos Passos-, de quienes tanto aprendieron los monstruos ya desacralizados del «boom», e incluso escritores más recientes como Antonio Skármeta, Ariel Dorfman, Luisa Valenzuela, Mempo Giardinelli, Eraclio Zepeda, Saúl Ibargoyen Islas, Ricardo Piglia et alia, a los que deben sumarse Rubén Bareiro Saguier, Rodrigo Díaz Pérez, Osvaldo González Real y Helio Vera del Paraguay; así, Sara Karlik ingresa a la nueva narrativa del subcontinente por caminos sesgados pero precisos.

La siguiente cualidad de sus narraciones es más practicada por nuestros novelistas: la continua irrupción de la función poética en el discurso/obsesión narrativo, y por consiguiente la de la emoción respectiva en el lector, según lo aclaró hace tiempo Don Alfonso Reyes; acordémonos de uno de los párrafos pertinentes del gran humanista: «La novela -aparte de que acarree elementos de diálogo dramático o de exclamación lírica- puede, sin desnaturalizarse, causar una emoción dramática o lírica».

En tercer lugar, aquel peso específico de las criaturas de Sara de Arditi, impuesto por la fiebre circular de su movilidad interior, logra por contraste que observemos sus figuraciones exteriores como al través de una difusa luz de acuario, sueltos hombres y mujeres que prolongan sus lentos ensueños más allá de la vigilia («De sobra»), presos en delicadas trampas de locura («Rebanando el tiempo») y de muerte («En esos días de culebras»), discurriendo sin tregua en la desolada embocadura del amor («Con los brazos sobre el vientre»), o intercambiándose desnudas máscaras solemnes («El hombre de la caja redonda»), en textos abiertos de par en par, con bruscas variaciones de los puntos de vista, al modo del Cortázar deLas babas del diablo. Pero junto a dichos fantasmas desamparados, la autora no desdeña incluir en su muestrario a seres afiliados en carne y hueso («Channel Nº 5», «Lady») al realismo patético que instauró Maupassant; asimismo, Sara es pasible de decididas alegorías («Palabra de gato», uno de los mejores del volumen).

Podríamos agregar otras eficacias ulteriores de los cuentos que estamos prologando: bástenos corroborar al avisado lector el hábil manejo del recurso que en Borges ascendió hasta el paradigma, o sea el del sintagma que acota un referente de la condición humana en general y, al propio tiempo, conforma una unidad de significado en la obra gruesa del relato, v. gr. «...hay cosas que no deben ser iniciadas para no ser testigos de su término»; «...la angustia me lleva al cementerio para acallar esos fantasmas que uno no quiere que mueran por completo» o «Nació porque no tuvo otra alternativa, porque ya estaba lista y esperando».

Bienllegado, pues, este libro que manifiestamente enriquece la narrativa paraguaya de hoy, y en especial la de voz femenina; sin afán de homologaciones fáciles, digo en tal sentido que si, en nuestro medio, Neida de Mendonça y Renée Ferrer de Arréllaga acuden a rumbos tan legítimos como diversos de los de Sara Karlik de Arditi, me parece encontrar en la escritura de esta cierto aire sinónimo del naturalismo psicológico, cercado de poesía, de Raquel Saguier (La niña que perdí en el circo).

CARLOS VILLAGRA MARSAL

La Alcándara, setiembre de 1987



 

 

A modo de introducción

A la distancia, he sentido más intensamente el juego telúrico formado por tantas leyendas escuchadas a una edad que no permite calar en lo profundo por la inclinación natural al miedo.

He sentido el enfrentamiento de lo imaginario y lo real hasta no ser capaz de esclarecer sus terrenos.

He palpado el campo y sus habitantes por ese recuerdo de ciudad, parte de campo, o puede ser a la inversa, porque era así en aquella época por la proximidad de gente que, en su ir y venir, producía un intercambio, no programado, llevando pedazos de ciudad, trayendo el campo en ellos mismos, un acontecer extraño en atmósferas cargadas de duendes a punto de descender, lúdicos hasta lo enfermizo, mágicos por derechos adquiridos en tierras de arcilla y hombres de barro, auténticos por historia, reales por convencimiento.

Pienso en derechos o razones valederas para haberlos molestado.

Sólo quise revivirlos por una necesidad de volver a sentir esos temblores de campos efervescentes, de seres que se pasean a su antojo, a grandes zancadas, en tránsito etéreo hacia la ciudad para poblar sus noches y dejarlas sin sueño.

Fui más allá o más acá, en ese afán de reencuentro hombre-mujer en un mismo pie de aventura amorosa o de trabajo, en la búsqueda sin derechos de balanzas desequilibradas por enconos ancestrales, incursionando desde un solo lado para comprender ambos, poniéndome en ambos porque pienso que no debe haber diferencia, tratando de batirme con palabras en esa lucha que no justifica inicios.

Me encontré con personajes que creí puestos a buen resguardo en alguna etapa del olvido y ante la seguridad de su inexistencia, no pude evitar un temblor recurrente que la memoria ha registrado.

Muchas veces quise jugar con ella (con la memoria), cambiando lugares, reemplazando hechos, cansándola hasta conducirla a la claudicación más vergonzosa.

La civilización no ha inventado aún los borradores de recuerdos.

Ahí están, llenando esas páginas que ya no pudieron permanecer blancas por tanta presión.

Con los «brazos sobre el vientre» me miro en el «espejo del tiempo», detenidamente, tratando de detectar si hay algo «de sobra», por esas cosas que impulsan a querer alargar cada instante, a detenerlo, fijarlo quizás, «antes que todo lo borre el viento».

Sólo veo lunas y ánimas, lluvias y colores, animales, «herederos desheredados», venganzas y sueños, parejas y puertas, y es «como de no creer».

Puede que no todo sea cierto.

La verdad es que puede ser.

La autora

Santiago de Chile, agosto de 1987





 

 

♦   - I -

Casi un ánima

 

Con los brazos sobre el vientre

Levantó la cabeza sabiendo que estaba frente al espejo, pero no pudo verse.

Se sentía parada, sin reflejo en el lugar apropiado.

Empezó a palpar el contorno por los pies, tratando de sentirlos. Antes de seguir hizo un movimiento rápido para sorprenderse, quizás en una esquina pillando el juego, pero no, era como si una pared impidiera el paso. Siguió con las manos buscando su cuerpo. Todo en su lugar. Sólo el corazón estaba algo extraño, un solo golpeteo sin eco, un medio corazón miedoso.

Se le ocurrió pensar si no sería cosa de Jerónimo, de tanto decirle que siempre andaba perdida, que un día no se iba a encontrar por más que se buscara. Pero no, no tiene por qué ser como él dice, aunque la verdad se tira siempre hacia su lado, como sino supiera mantenerse firme con los brazos extendidos, dejando caer lo justo, igual que esa balanza de la abuela que la gringa decía que era renga, pero la renga era ella por no ser capaz de observar como corresponde.

Son extrañas las cosas que le están pasando, como un sube y baja de frío y calor desparramado por los lugares más raros, sin respeto siquiera por esos que no se deben mencionar, como le enseñaron de chica, porque había peligro de que se juntara la tierra con el cielo. Pero nada de eso sucede, según piensa Eulogia que ya tiene quince años y más de alguna vez se le habrá escapado eso prohibido.

Ahora la hacen sentarse dos veces por semana en la sala, los martes y los jueves, antes de que oscurezca, para esperar a Jerónimo que viene del pueblo de al lado sólo para verla, pero ella no entiende por qué lo hace y para qué ella lo espera.

Esos días le dicen que se bañe mejor que los otros y se ponga el vestido de volados que no le gusta, pero le dicen que es necesario por más que tiene la sensación de parecerse a esos hongos inmensos que brotan en el campo después de las lluvias.

Y él también viene con ropa distinta, pero sin poder desprenderse del olor a establo y otras cosas.

Cuando siente el relincho y la caída del cuerpo de Jerónimo con un solo golpe, seco y parejo, tiene ganas de correr al espejo aunque sea sin verse, pero para sentir lo que estaba sintiendo, de lo que quiere y no quiere saber o acordarse por esos decires con los que fue creciendo.

No sabe qué hacer con ese cuerpo que le sobra por todas partes y, sentada en esa silla de la sala, los brazos largos se le enroscan en el respaldo, los ojos se tuercen y caen y los pies oblicuos se tocan y empujan bajo la silla.

El tiempo está sentado también, visible, no va ni viene, ni se esconde. Pesa con todo el drama de la falta de palabras.

«La casa me está sobrando», dice Jerónimo, pero ella no entiende. Sólo abre los ojos queriendo interesarse, pero no hay caso. Es el espejo, cree, ese que no la mostró, el que le llena la cabeza y está muy lejos como para darse cuenta de que ahí nada más está Jerónimo, y empieza a darle un poco de razón con eso de que «anda perdida».

Es algo distinto y le gusta. La lleva lejos de esos días que no pasan, que sólo están ahí, como metidos entre tanta tierra que tiñe los pies descalzos y forma surcos de igual color.

Eulogia lo mira. Tiene los dientes apretados y los colmillos sobresalen, levantando labios y bigotes cuando ríe, y ríe demasiado para su gusto, y sin motivo.

Su madre y su abuela están sentadas enfrente, a la espera. Eulogia siente esa espera pero tampoco la comprende. Entonces se levanta y va hacia la única ventana de la sala, una con barrotes que deja pasar el fresco y la mirada, por donde Eulogia escapa sin necesidad de moverse.

Jerónimo también se levanta y al mismo tiempo la madre y la abuela.

Las dos cruzan los brazos sobre el vientre, tomándose las manos, y Jerónimo revuelca la mirada en el suelo y el sombrero entre los dedos.

Llaman a Eulogia y ella se despide y sale corriendo apenas abren la puerta.

No hay padre en la casa.

Dos generaciones arrastran la costumbre, pero con Eulogia será distinto. Así se ha propuesto la madre del mismo modo como lo ha hecho la suya con ella, y la de más arriba con la suya, sin resultado.

Pero las otras quizás no tuvieron el temblor del espejo sin imagen como Eulogia, y la cabeza viajando por su cuenta.

«Algo raro le ocurre», dice la abuela y la madre asiente, y el miedo de lo extraño, de lo anormal, las aleja de la sala porque quieren probarlo, y mientras oscurece, más de lo aceptado en las visitas pasadas, Jerónimo deja de reír y Eulogia está asustada y tiembla dentro de ese abrazo inesperado, violento, del que no puede deshacerse, y tantas manos, hasta en los lugares prohibidos, y el vestido se levantan.

Todo es rápido, atropellado, sin tiempo para sentir.

Cree que es lo mismo que lo que le ocurre con el espejo y no grita, porque quiere saber hasta dónde puede llegar. A lo mejor atraviesa ese vidrio que no la deja verse, y no tiembla más.

Jerónimo no ha regresado.

Dicen que se ha ido a otro pueblo, más lejos.

Eulogia ya no tiembla ni deja correr la mirada para buscarse, como le gustaba. Un movimiento le revuelve el vientre y presiona el pecho hasta ahogarla. No ha vuelto a ponerse el vestido de volados.

Ahora son tres las que cruzan los brazos y toman las manos y esperan la noche y el día siguiente, y el trabajo, y el nacimiento.

Después, seguirán en la espera.


 

 

Lunas acostadas

Cuando llueve se forman charcos frente a la casa, y llueve cada cambio de luna con la estridencia del cambio, hasta la última gota. Después quedan zumbando como cuerdas tensadas recorriendo círculos hasta salirse y buscar otro charco.

«Son lunas acostadas», dicen los niños de barro, los que sienten lodo y agua y esas cosas extrañas que suceden cuando los árboles se sacuden el peso y sigue cayendo agua luego que ha escampado.

Máxima espera que pase la última nube para tender la ropa. La sacude, ajusta extremos y cuelga, y se agacha hasta que el tiesto queda vacío. Luego se toma la cintura con las manos, como queriendo poner en su lugar los huesos.

Cuentan que de otro lado trajo el conocimiento, como si le hubieran puesto la etiqueta al mandarla a este mundo.

Así cuentan.

Sabino Lugo era un «hombre de paz», como gustaba llamarse a sí mismo y que también lo llamaran después del término de la guerra, la del Chaco, que lo dejó con «olor a cañón», a pesar de las refregadas que le daba Máxima en el mismo tacho de ropa, el más grande, con esas manos que podían sacar cualquier mancha.

Pero esa no.

Sabino parecía cocido a fuego lento, pero por dentro, y eran «partes imposibles de alcanzar», según Máxima. Quizás fue su intención  señalarle sus límites, desafiar su fama de lavandera a varios kilómetros a la redonda. Pudo ser la carga de tanto explosivo junto, material duro para cuerpo de hombre, lo que lo llevó a empujar el primer vaso de un solo golpe, como cargando un arma, sintiendo un calor de combate en esa mezcla de olores que subieron en forma recta hasta explotar en la boca, lagrimeando nariz y ojos, hundiendo arrugas plegadas...

Se habían juntado antes, cuando creyeron que era una cuestión de ida y vuelta, cuando el apuro dejó el matrimonio para el regreso...

Pero la ida duró tres años y después, bueno, para qué iban a casarse si estaban bien como estaban, y las ganas de hacer cosas nuevas se le habían quedado a Sabino por allá, en algún lugar que ni siquiera lo recuerda entero, una maraña de árboles demasiado juntos, y ellos un pelotón extraviado entre truenos artificiales y lluvias que hundían cuerpos enteros, equivocando senderos borrados.

Sabino luego se encontró solo, buscándose, gritando su propio nombre de puro miedo.

Dicen que la guerra había terminado, pero Sabino quiso enterarse, esperando que lo encontraran para acostumbrarse de a poco a ese silencio que fue mucho, que quedó como un hilo dando vuelta, jugando con la paciencia de sus dedos que escarbaban por turno para desenredarlo.

El susto anticipó pasos, botas, el uniforme conocido, la sospecha de la noticia, el término.

Volvió como héroe y formó parte de los veteranos con derecho a una pensión de por vida.

Sabino Lugo pensó en la tranquilidad de los días por delante, con esa pensión que fue quedando atrás para tantos días de tranco diferente que aún faltaban.

Eso no lo pensaron.

Máxima no dijo nada y siguieron en esa relación no conversada, agregando dos nacimientos que le dejó Sabino, esperando con tiempo, con resignación de campo, con mansedumbre sufrida para recuperar a su hombre.

Sabino pasaba largo rato mirándose en los charcos para después entrar a acostarse.

Los hijos fueron aprendiendo campo hasta no prestar atención a esas «lunas acostadas», a olvidarse que lo habían dicho alguna vez alzándose por encima de los sembradíos, perdiéndose a veces bajo un sombrero de paja, detrás de los bueyes que abrían la tierra.

Las manos se hicieron pocas para empujar vasos llenos a la garganta reseca de Sabino, y la botella fue más eficiente, y la pensión fue disminuyendo igual que el líquido.

Salía poco; sólo para deshacer los charcos con caras que «no eran suyas», así decía saltando, reventando y reventándose, hasta caer.

Lo internaron para curarlo «de la botella».

Fue un descanso para Máxima, sobre todo al acostarse, cuando su sueño podía hacerse largo, sin esa interrupción nocturna que más parecía un desfile de fantasmas dirigidos por Sabino, parado en medio de la pieza marcando el paso, dando órdenes, «de frente, march» a un grupo que controlaba con la cabeza vuelta para atrás.

«Noche a pedazos y días sin parar», hablaba Máxima a la ropa.

Lo trajeron «bueno y sano» hasta la puerta de la casa, en un vehículo blanco que parecía «hospital andante».

El tiempo, desparramado sin control, y lo demás que hizo lo suyo, mostró a un Sabino distinto, con ganas suspendidas, batallando su guerra inacabada.

En el campo se habla poco. Las fuerzas se gastan y van sembrándose junto con el grano.

La noche llega pronto y el día también.

Entremedio, el idioma de los actos, lo justo para echar a andar necesidades.

Fue cuando llovió de nuevo, después de la llegada de Sabino, de su último regreso, y se formaron los charcos en las mismas partes de tierra carcomida.

Fue al caer de la tarde, y el ruido de afuera se sintió adentro, y no pudo medirse cuál era más sentido.

Sabino gritó, rebotando el sonido de alucinado por las paredes, por los hijos, por Máxima que quería atajarlo para que el mismo no se fuera con los gritos, cayendo juntos al suelo, sujetando entre todos esos reclamos de vida no vivida.

Igual que una tormenta, Sabino fue calmándose, pero sus ojos quedaron sin dirección, retrocediendo para esconderse en las paredes, en los muebles, en el respaldo de la cama, abrazando él mismo su cuerpo para sentirse.

La botella acompañó su mano otra vez, y la mano seguía siendo rápida, como si no perteneciera al mismo cuerpo.

Cuando la vaciaba, representaba la guerra delirante, peleando fuera de control lo que ya había terminado.

Instalaron una campana a la entrada para llamar a los muchachos cuando la fuerza de Máxima no era suficiente para tanto Sabino, un Sabino multiplicado, un despojo al mismo tiempo.

Los charcos temblaban con la campana, hasta que dejaron de hacerlo.

«Sabino Lugo falleció en la tranquilidad de su hogar, rodeado del cariño de su familia. Veterano de la Guerra del Chaco, fue hombre de honor que supo responder al llamado de la patria. Sus restos fueron enterrados en el mausoleo de veteranos».

Así rezaba la noticia.

Había sonado la campana y se vio, al fondo, por encima del maizal, tres sombreros en movimiento. Después, entre todos, ataron la cuerda a un poste.

«Luego habrá que descolgarlo», dijo uno de ellos.

Nadie habló del cuerpo que se columpió solitario, sin ruido, estando Máxima afuera, ocupada con la ropa.

 



 

Casi un ánima

Salió a buscarlo, por más que la noche traga hombres y cosas, disfraza y los vuelve invisibles, y la estupidez de la búsqueda carcome el intento y al final se desvanece en la duda, porque todo es duda, aunque él, Agustín Mondaca, tenía figura en su mente y sentir en su cuerpo; entonces debía estar en algún lado, con ese nombre o con otro.

Pero no es el nombre el que necesita.

Apareció con la estampa que había imaginado, con todo en su lugar, como si hubiera sido hecho así, por encargo.

Llegué a acostumbrarme a la barba y los bigotes que no formaban parte de la figura que conocí antes de que estuviera.

Me vio entre otras y sus ojos, como dedo índice, me señalaron y lo seguí detrás del caballo, caminando ese campo que se me presentó nuevo, como todo desde ese momento.

«Los extraños no se quedan, sólo dejan rastros», dice la abuela, la vieja, la que acumula decires para cada ocasión, y los lanza como mensajes salidos de una cerbatana.

Pero Loida pasaba a los años que siguen a los otros, y los había cruzado hasta ser casi una mujer.

Agustín, conocedor de atajos y pasos de caminos y mujeres, no necesitó darse cuenta.

Loida lo siguió, caminando detrás de él, como corresponde, sintiendo los pies livianos, sin cansarse en la distancia que era mucha, porque las caras conocidas iban quedando atrás, muy atrás.

Cuando Agustín quiso, chasqueó la lengua y Loida saltó como otro animal a la grupa del caballo.

Y se fueron.

Se le olvidó hasta su propio nombre, atada al caballo o al hombre, lo que cuenta en el campo y suena en el silencio cuando los ruidos del día se van amansando y queda esa perforación acústica de cese de acción que se atribuye a la cigarra.

Entonces se adormece el campo, el hombre, el deseo, y se aguanta la noche hasta que no puede más y el día explota con esa insistencia de cielo, con derecho, hasta que de nuevo sucumbe.

Pero no es todo.

Se siente y sufre, se espera y deja de esperar, el cuerpo se cansa y envejece...

Loida nació con ese miedo, se alimentó de los decires de la abuela hasta que de tanto insistir se fueron olvidando, y se trenzó ella toda en una lucha, no de clases, ni de rebeldía, ni de sentirse dejada de lado por ser mujer, sino por poder, por poder ajustarse a un hombre, al que formaba su deseo hasta dejarlo cansado, y después volver a lo mismo, como lo del día y la noche, y dormir el vientre tranquilo.

Pero la nostalgia de lo conocido empezó a dolerle.

Le dolía todo el cuerpo y se le iba hinchando como aquella vez que le picó el insecto negro,   esos que «inyectan la inquietud para siempre», según la abuela.

Y Agustín desapareció como un cielo cualquiera, noche-día-invierno-verano.

Y ella caminó sin caballo u hombre atado al caballo que seguir, y siguió andando hasta que la cigarra, enloquecida, perforó el espacio sin darse cuenta de que perforaba su vientre, y reventó ahí nomás, entre las sombras movedizas de noche de árboles o de tormenta de noche o de árboles, pero no hubo grito, porque para eso está la lengua, para morderla y dejar en ella el grito y los dientes marcados.

Tampoco sonó el otro grito, el que anuncia o grita porque renuncia desde el comienzo.

No sonó, porque el grito estaba muerto.

Loida llegó, cansada de noche y de gritos apretados y no sentidos.

Sólo la abuela la vio llegar, pero nada dijo, como si se le hubieran acabado los decires.

Desde entonces sale a buscarlo, siempre de noche, esperando que la sombra lo forme, buscando la sombra en la oscuridad, mientras olfatea para abajo y para arriba por si al aire se le escapa algo, o la tierra lo escribe en su idioma.

Pero vuelve, siempre vuelve, y espera y vuelve a esperar en ese campo que parece costumbre que el sol calienta hasta que surgen cosas que ni las ánimas sueñan, mientras la abuela murmura y sigue murmurando, y no la escuchan porque ya es casi un ánima.



 

 

Cuentos de lluvia

«Sólo un golpe de muerte la puede salvar», dijeron.

Era un pueblo de lluvia continua.

No era fácil diferenciar los rostros a través de esas rayas puestas por decisión de cielos pesantes, donde el agua era costumbre, y los techos chorreaban ruidos de esas costumbres, donde los tonos se hacían solos, cayendo altos o bajos, siguiendo caminos seguidos hasta llegar allá, al fondo, a ese precipitarse alocado donde se hacía una verdadera orquesta para después calmarse, dejar vanidades acumuladas, cortando el valle hasta donde llega el recuerdo.

Pero en un pueblo viejo, de viejos, la insistencia del agua encoge huesos, relaja la vejiga y las ganas se salen del cuerpo, y es también agua, cansancio húmedo, y agota el aguante.

Se han quedado sin soledad joven porque el apuro de tiempo, sin marca, sin nada en su pasar, los hizo irse.

«Hasta cuando pasen las lluvias», dijeron con las manos en alto, corriendo huellas en los cerros hasta perderse del otro lado y dejar las alturas tan serias como estaban.

Pero ¿por qué dijeron lo que dijeron, si saben bien que es función continua lo que allí ocurre, desquite de alguien que dio la orden allá arriba y se olvidó del resto?

«Un emisario para revocar la orden», dicen, «eso debe hacerse», y se miran los años, sentados,   esperando, y se desconocen entre ellos para no ser elegidos.

Todo ocurrió con esa seca que casi hizo estatuas de todos ellos y el jefe sacó palabras guardadas para esos casos, sucias de tan guardadas, equivocándose al sacarlas, y se armó el revoltijo.

De una inmensa urna sacaron mensajes escondidos por antiguos moradores.

No todos supieron leer los suyos por esos borrones que quedan sin argumento cuando es mucho el encierro.

Y, el que pudo, lo leyó a pleno pulmón, olvidando que los cerros retumban y hablan, y la lluvia no se hizo desear.

Cayó con ganas de quedarse.

Quizás también venía de algún encierro.

Estuvieron contentos al principio y se dejaron lavar por dentro y por fuera, parados frente a las chozas, con la boca abierta mirando el cielo.

Se les fue el tinte terroso y empezó a arrugarse la piel.

Se dieron cuenta de que la cosa era para rato, después de varias vueltas del conocimiento, hasta ajustarlo demasiado.

Cerraron sus propias salidas y todos estaban en lo mismo.

Entonces, empezaron a escuchar la frase, a tomarle miedo sin entender, a sentirla rondar con ruido propio, a verla casi.

Y no fue necesario buscar elegidos.

Parecía un acuerdo, una combinación de fuerzas venidas a menos o un abandono total de ellas.

Y cada cual se fue consumiendo en su estilo personal, como mejor le acomodara.

Algunos tomaron el camino del bosque y nada más se supo.

Otros se apostaron a esperar el momento en su sitio, para desairar al miedo.

Los más se dejaron estar, entregándose en silencio, «como debía ser».

Hasta que ninguno quedó a quien la lluvia pudiera molestar.

Entonces, los cerros se dieron vuelta y los del otro lado fueron cayendo, los que se habían ido, hasta que se formó de nuevo el pueblo, y eran jóvenes y muy fuertes para que el agua pudiera despintarlos o arañarles la piel.

De tanto en tanto, la lluvia se daba el gusto y caía, pero nunca más para quedarse a su antojo.

El niño escucha a la vieja india que lo acuna en sus brazos. La mira buscando el fondo de sus ojos, de los ojos de esa mujer que hace llover de tantas formas para armar historias.



 

 

El hombre de la caja redonda

El cabello le salía por encima del sombrero y en la mano llevaba, por lo general, una caja con un sombrero de repuesto, el que era necesario cambiar apenas las puntas del pelo se torcían, lo que significaba que la humedad era excesiva.

Así me hablaron de Celestiano Meza cuando me lo presentaron a la distancia, antes de la presentación personal, un preámbulo necesario para formar el ambiente.

Claro que, cuando lo vi, parado en la posición anunciada de brazos colgando sosteniendo la caja, no presté tanta atención a lo ya conocido como al resto, una pulsera gruesa de oro en una muñeca y en la otra el reloj, también de oro, que no hacía ningún juego con la camisa de vegetación abundante y colorida y el pantalón verde agua.

Miré el sombrero, pero el cabello no asomaba.

Lo volví a mirar y, como en los dibujos animados, se le levantaron algunos pelos, no sé si complaciendo mi curiosidad o porque era el momento en que lo hacían, cansados del encierro indecorosamente traspirado.

La presentación fue muy especial, lenta diría, con mis ojos siguiendo cualquier cambio que pudiera haber en la cabeza de Celestiano Meza.

El nombre me pareció justo. No podía haber sido distinto.

La verdad es que creo haberlo sabido antes de que lo pronunciara.

 Me preguntó por el viaje, pero mi respuesta fue escasa en medio de un tartamudeo del cual sólo ahora me hacía cargo.

No soltaba la caja del sombrero y, con el brazo libre, se ofreció a cargar mi maleta, pero aún me quedaba cierta presencia de ánimo y me opuse con la dificultad de lengua y palabras con las que ya estaba en franco diálogo.

Había algo terriblemente atractivo en Celestiano Meza.

El movimiento del cuerpo buscaba el de la pulsera y, junto al crujir de los zapatos blancos de charol, formaban un conjunto cadencioso, un ritmo con forma que hizo sentirme bastante poca cosa.

Caminamos por largos corredores antes de encontrar la calle. Celestiano se movía sin esfuerzo, a pesar del vientre que trataba de defender a punta de hojas y troncos que caían de la camisa en varias direcciones. Sus palabras eran tibias, sin apuros innecesarios, masticadas hasta lograr la mezcla justa.

Iba moviendo las manos a la velocidad del paisaje que se desprendía a lo largo y ancho de la ventanilla del auto.

No valía la pena interrumpir el relato manual apuntalado por algunas palabras.

La caja, apoyada en un costado del asiento, parecía necesitar la mano de Celestiano, quien la recorría con suavidad.

El viaje se hizo corto.

Me preguntaba si sería capaz de mostrar un comportamiento que no reflejara la inquietud que me producía la característica especial de su cabeza... si iba ser posible separar mi deseo de seguir  en la observación del objeto real de la visita.

Celestiano seguía sin apuro, corriendo días y noches sin aparentemente darse cuenta, o dándose cuenta y haciendo creer lo contrario.

Mi paciencia se iba con los días. Hasta me olvidé del porqué del viaje, del momento en que lo decidí, del tiempo que había pasado. Amaneceres tardíos sucedían a noches largas, y lo demás no era visible en ese manejar a voluntad de personas y entornos de Celestiano.

Llegué a pensar que la caja era producto de mi imaginación.

Él parecía no reparar en ella. A veces la sentía colgando de mi propia mano...

La curiosidad fue desapareciendo para ser reemplazada por el miedo. Caja de miedo, movimientos de miedo, el miedo en mí, yo en el miedo. Tuve la sensación de que no podría escapar de ese extraño encanto que lo rodeaba todo.

El espacio se iba llenando de troncos y ramas salidas de la camisa de Celestiano, una suerte de maraña atenta al primer desliz para convertirse en carnívora. Me pareció un cosquilleo en la cabeza, junto con un temor de que algún espejo viera el crecimiento del cabello en un equívoco de personaje. La caja se me hacía ojos y los ojos taladro, mientras las manos, en picazón constante y más petrificadas que nunca, reclamaban la decisión, el atrevimiento.

De pronto me olvidaba de la cabeza de Celestiano.

Cuando lo vi esa noche, sin la caja, mi mente se hizo redonda y corrí pasillos interminables,  todos en círculo para buscarla.

Allí estaba Celestiano, al final de un corredor, sin cara de Celestiano, sin cabeza de Celestiano, y la caja abierta al lado, y el cabello atravesando el sombrero, cayendo por los bordes formando un pasto negro con infiltraciones grises, y él esperando, conociendo la espera, y yo era sólo un hombre sin cabeza con una caja redonda colgando por fin de uno de mis brazos.

Celestiano Meza, dije a modo de presentación.



 

 

Mamá Checha

Mamá Checha está poniendo otra capa a sus recuerdos, «para que no se escapen», según dice.

Se le nota por los movimientos de los ojos, por las manos que envuelven trozos de aire como queriendo tirárselos para adentro, por el ritmo que llevan sus pies, hacia adelante, hacia atrás, nunca a los costados por donde se meten los espíritus perdidos, los que buscan un lugar para adentrarse, una permanencia que les evite ese vagar que cansa y acumula más maldad.

Está en su silla.

Se mueve sólo lo necesario en esos momentos de trance que aprendió por recuerdo, de memoria, por aprendizaje diario.

No se sabe si ya se ha levantado o está por acostarse, acostumbrados a verla sentada entera en esa silla que la conoce y no chirría su presencia.

Tampoco la ven comer.

Ajusta el tiempo a su medida dentro de esos anteojos que la obligaron a ponerse «porque los propios estaban empeñados», como dijo.

Sufre, afirman cuando no la encuentran en la silla ni en parte alguna.

«Sufrir en compañía es no sufrir», balbucea antes de desaparecer.

Nadie sabe adónde va para esas curas que sólo ella conoce, de donde vuelve encogida como si hubiera estado en remojo por largo tiempo.

«Son encuentros anticipados», murmuran entre dientes para no ser oídos, «se entiende con   los que penan dolores como ella, pero ya sin regreso», dicen.

Entonces, a su lado, en el suelo, aparece un atado de hierbas raras que desprenden aromas que se enganchan en el aire, olores fuertes que toman cuerpo y se parecen a Mamá Checha, y los niños corren por miedo, por lo que han escuchado, por los cuentos contados para que no puedan dormir y vean pasar la comparsa de los que se han ido, y vayan endureciendo la cara y se uniforme la tribu, y los grandes se encierran por lo mismo, pero es un temor diferente, temor de engranar en la procesión nocturna.

Mamá Checha nació con años traídos de otra parte.

Eran restos traídos o dejados por otros, y ella no es dada a los desperdicios.

Todo lo junta.

«Sólo es cuestión de agacharse», dice.

Pero se le ha ido la mano.

Desaparece con menos frecuencia y es poca la hierba que queda a su lado.

Su cuerpo cambia tan rápidamente que el aroma de los yuyos no puede imitarla.

Es como si una piedra enorme sobre la cabeza la estuviera achatando.

Quedó nada más que un agujero redondo, no muy profundo, donde solía estar.

Buscaron la silla, pero tampoco estaba.

«Le gustaba la comodidad», dijeron.

El viento fue trayendo tierra hasta que el hoyo quedó cubierto.

Entonces aumentó la comparsa.

Ahora cuentan historias sobre Mamá Checha, y atisban su paso por puertas apenas abiertas que, de pronto, se cierran de golpe.

Pero se equivocan. Ella no es de comparsa ni procesiones.

Es sólo resto de otros pedazos que alguien irá a juntar, para armarla de nuevo, no sea que se deje de hablar de ella y la hagan desaparecer con el olvido, con silla y todo.



 

 

La venganza de Mendieta

El calor parece atravesarlo todo.

Hasta los árboles están aletargados.

Un temblor suave va moviendo las hojas, como si el viento por fin se hubiera decidido.

Pero no es el viento. Sólo una forma de deshacerse del calor.

Las calles duermen la siesta.

Es la hora en que se liberan del golpeteo de pasos, del eco de la rabia.

«Va a llover», dice una voz apoyada en la ventana, y otra le responde: «a veces pasa de largo, como los mismos sueños».

Se conversa, por la necesidad de la naturaleza.

En vísperas de tormenta, las lenguas llegan a su inquietud mayor y los desastres son una forma de vida.

Los días se guardan, como las fuerzas, para aprovechar mejor las noches, noches revolcadas en su propia oscuridad, con frecuentes golpes de temporal.

Entonces, con las luces rojas, luces de casas semioscuras donde el misterio no existe, el centro del pueblo se sacude de realidades tan apabullantes como el calor mismo.

Todo andaba así hasta que llegó Mendieta, con todas sus «marcas colgando», como decían a propósito de sus condecoraciones de «cintas teñidas» para diferenciarlas, y un sello metálico que podía ser cualquier cosa.

Llegó y se plantó en seco en medio de la plaza,   con el cigarro inquieto entre los labios, como buscando un lugar definitivo. Izquierda, derecha, casi un soldado el pobre cigarro.

Todo era grueso en él: cejas, cara, bigotes, nariz.

Todo tenía fuerza y cerraba el círculo de la cara fuerte, un atropello de cara para el que se pusiera al frente.

Mendieta no necesitaba darse vuelta para saber lo que ocurría detrás de él. Sus ojos eran iguales al cigarro.

Después de dejarse ver por todo el pueblo, en esa posición que no admite dudas, Mendieta entra a una de las casas nocturnas.

El vaso lo espera en la mesa antes de que se siente, porque el viento ya ha traído su olor, y es tan fuerte que con timidez agregan la botella.

Ríe con esa risa que se prolonga como los malos augurios, o los insultos de tartamudo, o lo que sale de los hospicios y parece risa.

Termina el trago y el eructo queda pegado al aire.

Rosana lo espera porque él así lo quiere.

Ella dice que es su forma de pagar sus pecados.

Él agrega que tiene suerte de ser la elegida. Es un acuerdo de una sola parte.

Adentro está tan caluroso como en la plaza misma, y el sudor cunde, se desplaza casi como un ser viviente, no trepa, sino resbala llevando consigo todo, hasta las ganas mismas.

Mendieta toma la botella con una mano y a Rosana le da la orden como a un caballo, con un golpe en el traste.

Ella traga varias veces con dificultad, tragada de hueso atravesado.

Suben la escalera y entran a una pieza.

Hay varias, pero Mendieta tiene la suya, y llega con «derechos pagados», como afirma.

Hay poca luz. Un ventilador de techo da vueltas cansadas.

Mendieta levanta los ojos como antenas y mueve las aletas de la nariz. Su pecho es un sube y baja de grasa, un desplazamiento de vello tupido, oscuro como él mismo, rescatado quizás del infierno por equivocación.

Sus manos se extienden para tomar la presa, entonces su sistema de alerta se descuadra, las luces se apagan y la pieza se llena de brazos y piernas que buscan una sola parte, la que no llegó a utilizar.

Rosana desaparece y Mendieta resbala, con sudor y todo, hasta quedar tendido, y el resto del torbellino desatado también desaparece.

El revuelo abandona la habitación y baja la escalera para alcanzar la puerta y, de pronto, todos ya saben, y el «estaba amenazado» corre su propia prisa, igual que el «arreglo de cuentas», «abuso», «detenciones», y todo se enlaza en un miedo que cierra bocas que nunca supieron nada.

«Es demasiado importante para que lo entierren en un pueblo perdido», insisten para sacarse el fardo de encima.

Pero el pueblo era suyo y ahí no más, en medio de la plaza donde se paró para que «lo vean de cuerpo entero», lo enterraron de la misma manera.

«Repartía miedo, aun en Navidad». Es lo  único que repartía. No necesitaba recipiente para cargarlo. Lo llevaba puesto para que «estos desgraciados no se salgan de su línea», decían que decía.

Eso es lo que cuentan en noches dedicadas a esa historia que se mantiene en el recuerdo, la que tomó cuerpo cuando el chorro negro atravesó la tierra en el mismo lugar donde se enterró a Mendieta, y pensaron que era el mismo diablo, pero sin ojos.

Y de tanto que se dijo o se mentó al diablo, algunos llegaron a verlo, otros a corretear a su antojo, amparados por noches sin luna o eclipses de sol producidos como por encanto.

Hubo que acostumbrarse porque era un beneficio, y se pudieron apagar los faroles y tener plata en el bolsillo, y convertir el desgano de los ventiladores de techo en verdaderos ciclones.

Entonces vino una avalancha de gente a reclamar su parte, pobres infelices sembrados por Mendieta, todos iguales sin nada de duda, una verdadera invasión, una plaga, y de nuevo se volvió a lo mismo, aunque peor, porque eran muchos Mendietas y al chorro negro se le formó cara y nombre, nombre derecho o derecho con nombre, y a la gente le «lloró el alma», como dijeron en su mejor forma de explicar.

Mendieta fue cambiando de fisonomía con el tiempo, por agregados o desprendimientos, un verdadero camaleón a voluntad de quien lo tenía en boca.

Mucho después, cuando el cambio de generación fue destiñendo su figura, «te pasará lo que  a Mendieta», se siguió diciendo a algún desubicado.



 

Entre ánimas y sueños

Estaba acostado en la hamaca y el aire lo fue durmiendo.

Alcanzó a ver un colibrí entre las pestañas indecisas pero no supo si luchaba con el viento o lo aprisionaba.

Sintió la siesta mojar el sueño, enredarlo, y vio muchas bocas que soplaban juntas antes de no sentir nada.

Tenía casa y mujer, mujer de casa, mujer de campo, mujer suya, y eso a ella le constaba.

Los hijos fueron saliendo sin ruido, sin demasiado empeño, sin quererlo, casi como los panes del horno del patio, y fueron tostándose hasta tomar el mismo color pero poniéndose duros por tiempo, no por rancios.

La planta de los pies se curtió con el uso y el zapato descartado por innecesario.

Aparecieron rayas en los talones que la tierra hundió y penetró. Eran como herraduras de caballo.

Remigia los fue criando con sol y sombra, con la cara endurecida en una sola posición, arrugando los ojos y entreabriendo la boca.

No podía saberse si era risa o llanto contenido.

Fue arrinconando los años en el olvido porque no estaba segura.

La menstruación era una medida de tiempo para ella, porque después de la primera se había casado.

Su padre le dijo que así debía ser y fue a buscar a Nemesio, quien estaba listo y esperando.

La primera noche la aceptó como obligación y las repeticiones, frecuentes y violentas, eran compensadas con nacimientos frecuentes.

A veces olvidaba las edades... sobre todo cuando el zumbido del campo se volvía ensordecedor.

Pero era su idioma, el de todos los días, para el que no era obligatorio saber leer o escribir.

Y ella no sabía, «porque las manos hay que tenerlas para la tierra y los hijos», le dijeron cuando apenas supo hablar, en ese lugar alejado de la ruta, en medio de una selva cortada a gusto del hombre.

Nemesio la acercó al camino y la casa con olor a tierra se apoyaba casi en él.

Eso le gustó, aunque el oído tuvo que acostumbrarse a otros ruidos, como cuando con los ojos desencajados vio un auto arrojar un humo negro que marcó la ropa que tendía en el patio.

Pero eso fue la primera vez.

Claro que, cuando los mira pasar, se marea porque tiene que mover los ojos en forma muy rápida para verlos antes que desaparezcan.

Pero está acostumbrándose, por más que nunca se quejó de la carreta y los bueyes que eran parte de la casa, cuyo olor se mezcló con el suyo por convivencia.

Remigia habla poco.

No da órdenes porque para eso está Nemesio, como se lo dijo la primera noche y ella no  llegó a entender completamente.

Pero también se acostumbró y corre desde donde está cuando Nemesio la requiere, especialmente después de la siesta.

Le basta ver que la hamaca se detiene y que Nemesio baja una pierna, para después pararse entero estirando los brazos mientras se le hincha el vientre, para que ella, igual que cuando intuye la tormenta, se pare en la puerta y espere que Nemesio pase para seguirlo.

Y mientras la furia de él la remece ella recuerda todo lo que le falta hacer todavía para terminar la faena, pero debe darle tiempo, se lo repite siempre, y sabe que es mejor así para que la furia se quede en el cuarto y no la persiga como las ánimas de las que hablaba su madre, que seguro eran las mismas, porque a veces se heredan.

Después, Nemesio se sienta en el patio y espera el mate para «que la sangre se asiente», como acostumbra a decir.

Remigia casi no se da cuenta que se juntan los días.

Sólo sabe que sus ojos cada vez se inclinan menos para mirar a sus hijos.

Fue el día que quiso seguir al auto con la mirada, como siempre lo hacía, que no llegó a marearse porque paró frente a la casa, levantando tanto polvo que tuvo que cubrirse los ojos para aclararlos, y una mujer con muchos papeles en la mano le preguntó su nombre y le habló de derechos, de una causa, de leyes de protección, de agruparse con otras mujeres.

Y ella se asustó y dijo que de esas cosas tiene que hablar con Nemesio, que ella no sabe nada, y la mujer le contestó que no se trata de Nemesio sino de ella, y Remigia río entre dientes y espacios intercalados, y quiso correr a buscar a Nemesio.

Pero eso de estar con otras mujeres no le disgustó y la mujer siguió hablando al tiempo que Remigia cerraba y volvía a abrir los ojos, porque quería entender.

Sintió algo extraño adentro, sin saber exactamente dónde.

El auto desapareció con tanto polvo como había llegado.

Pensó en las ánimas primero y después... siguió pensando...

Eso también era algo extraño, nuevo para ella.

Esperó el paso de varias lunas y varios soles, porque quería saber si la mujer volvía o era sólo eso que había heredado, de lo que hablaba su madre.

Pero la mujer volvió y Remigia se sentó esta vez a escucharla. Le hablaba como si ella fuera importante; quería respuestas. Le hablaba en su idioma, el de la tierra, lentamente para que pudiera entender.

No era difícil.

Cada vez que lo lograba, Remigia reía tapándose la boca, un poco avergonzada. Después de un tiempo la mujer quiso llevarla en su auto a conocer a otras mujeres, pero Remigia tuvo miedo.

Nemesio empezó a mirarla de reojo, a encontrarla distinta a pesar de que todo seguía igual, a darse cuenta de que Remigia podía hablar y contestar y pensar por su propia cuenta.

Hasta el olor de su cuerpo cambió y dejó de parecerse al de los bueyes.

Se le dio por desconfiar y más que nunca quería tenerla a la vista.

Dejó de dormir siesta para no perder nada de lo que pudiera ocurrir.

Sus demandas se hicieron más violentas «porque a las vacas hay que domarlas por la fuerza», según decía.

Le dio miedo también a él, porque no quería perder terreno.

Pero tanta fuerza desplegada entre el campo y Remigia lo dejaron un día tendido boca abajo, prendido aún de su pecho.

Ella lo empujó suavemente y lo puso a su lado.

Se quedó pensando en la faena que le esperaba.

Lo enterró ahí mismo, en la tierra de su campo.

Lloró la ausencia de la voz que había mandado y empezó a conocer el sonido de su propia voz.

Reunió a los hijos varones y distribuyó el trabajo, y a la hija comenzó diciéndole que las ánimas no molestan a los vivos, para después repetir lo que le había contado la mujer del auto.

No era mucho, pero nada fue igual después de su visita.

Remigia está vieja y a veces los sueños se le confunden con remordimientos, sobre todo cuando, antes de entrar a la casa, se queda en la puerta esperando que pase alguien antes que ella, pero eso dura poco y entra más rápidamente y se acuesta para soñar los verdaderos sueños, los que aprendió de grande.



 

 

 

 

 

 

♦  - II -

Como de no creer


 

Rebanando el tiempo

Cuando llegó, la habitación le pareció estrecha. Habían llevado sus muebles para que todo continuara igual. No la obligaron, no, sólo le dijeron que era más fácil, que ellos estarían más tranquilos al saberla en compañía. No esperaron su respuesta. Ella se quedó pensando y lo tomaron como una afirmación y, para evitar incomodidades y miradas que no sabían de dónde colgarse para no chocar con ella, rebanando el tiempo, la volvieron niña, hicieron su maleta, le arreglaron el pelo, terminando por acomodar sus cosas en un vehículo descubierto.

Miró el cielo; estaba nublado pero no llovería, aunque llevaban varios días de otoño.

Se quedó al lado de la ventana mientras los otros, los verdaderos interesados, arreglaban sus cosas, las que eran suyas. No le molestó. La verdad es que le daba igual, aunque eso de reeducar la costumbre, la que sabe el lugar exacto de las cosas, jugando con la oscuridad que las oculta en su peregrinar nocturno para deshacer el nudo de la vejiga... no sabe si está en edad de aprender cosas nuevas, de adecuarse a situaciones que se presentan de improviso, sin darle siquiera la oportunidad de decidir.

Sigue con el pensamiento cargado a una de esas pelusas flotadoras que se desprenden de la fruta que revienta de algún árbol y gana su libertad. «Se la gana o se la pierde», piensa.

Es un trayecto efímero, pero independiente.

Siempre había querido eso, es decir, ser independiente, pero estaba supeditada a otras independencias   que restaban grandes trozos a la suya.

Recuerda cuando comparaba la libertad de los demás, la de los otros del complejo doméstico, con una luna llena. La suya no podía pasar del cuarto menguante.

Ha quedado sola, a lo mejor no se dio cuenta cuando los otros se fueron, o puede ser que hayan salido tratando de no hacer ruido, como después de una fechoría. Es mejor así. Le prometieron que vendrían a verla a menudo, pero ella hizo como que no los hubiera escuchado, para evitarles el baile de los duendes de la conciencia.

«Ni siquiera tendrás que encargarte de la limpieza», le dijeron.

Siempre había sido buena para las matemáticas. Se le ocurrió pensar cómo se descomponen las horas, alineando mentalmente números que recién en ese momento los veía en otra dimensión.

«Tendrás todo lo que necesites. Nos hemos preocupado que así sea», insistieron. Se le habían quitado hasta las ganas de contestar.

Recorrió el tiempo que ya había sido, sumergida en esa actividad febril que no podía calzar eternamente en el largo de un día, superando energías más jóvenes. Estaba «siempre lista», como decía el lema, y los demás eran conscientes de eso.

Mira la habitación. Esteban no lo hubiera permitido, estaba segura, o por lo menos estarían compartiendo el ser puestos de lado por desgaste de la máquina. La voluntad también se desgasta. La pieza no es mala. No hay grietas  en las paredes ni telarañas brillando al sol. Tampoco es húmeda, pero siente frío.

Recorre el rostro con las manos ociosas palpando sus facciones, deteniendo los dedos en poros convexos, pequeñas jorobas de la piel, abolladuras del espíritu que abrevian las explicaciones, «escape de las penas», como vulgarmente quieren llamarlas.

Se detiene. No escucha el golpe en la puerta.

«Vamos a prepararnos para dormir», le dice alguien de sonrisa lisa. No entiende por qué tiene que prepararse, y menos en plural. Recuerda otros momentos, también de rostro estirado y acuerdos nocturnos en compañía. Pero era distinto.

Dice que prefiere hacerlo sola y la cara lisa le contesta que debe portarse bien. Se siente insultada porque no recuerda haberlo hecho de otra manera, y el abombamiento de la cara se hace más notorio, así como más profundos los espacios hundidos. Los ojos tiritan y la enfermedad sale.

«Parecen escombros ordenados», dice en voz alta, volviendo las manos a la cara.

«No debiste hacerme eso, Esteban», continúa hablando.

Desata el moño gris y el cabello, liviano, sin la fuerza de torrente, cubre la espalda. Le falta el espejo de luna, el del ropero grande. Le dijeron que era demasiado grande, que ya no se usa, que están los closets.

Pero a ella le gustaba mirarse de cuerpo entero, dejar salir ese olor de madera viva, abrir los cajones largos y profundos cargados de sábanas con olor a tiempo.

«Traeremos el televisor en colores», le habían dicho.

No se pudo acostumbrar siquiera al negro y blanco, aunque siempre le gustó el cine.

Era agradable vestirse y esperar una hora determinada para que comenzara, mientras la lengua recorría ansiosa los bordes del helado que se derretía con rapidez, en el paseo lleno de gente que esperaba lo mismo.

Le gustaban los sombreros. Cubrían una parte de su timidez, ayudaban a inclinar la cabeza con gracia, a ocultar los ojos que querían ver más lejos...

Evoca el olvido, el que se esconde detrás de nebulosas que resisten la reconstrucción. Retiene aún restos, como letras de palabras que no quieren formarse, y lucha por abonar el terreno, el terreno frágil, y la voluntad indecisa va y viene marcando fechas que se atrasan o adelantan equivocadamente. Pero no la pueden engañar, pues todo está anotado.

«Qué memoria la de la abuela para recordar que el abuelo nunca cambió de dientes, que no conoció los de leche», decía uno de los nietos, hasta que llegó a grande y se dio cuenta por qué lo decía. «Aún así, un marido es el mejor bastón para una esposa», dijo después, cuando rompió el contrato.

Se había casado lejos, en otras tierras, en un idioma distinto. Tampoco eran del mismo pueblo. Ella recordaba con orgullo que la había ido a buscar, y llegó con su nombre escrito en un papel, por las referencias que le habían dado, como si se tratara de un bien cualquiera, eso sí,   de buena calidad, se lo aseguraron. Ella se dejó convencer, halagada en parte porque venía especialmente por ella, y eso se comentó en su pueblo, y también quedó escrito.

Le asustó en cierta forma ese hombre grande, demasiado rudo para su estatura baja y frágil. Hasta su tono de voz era fuerte. Pero no le disgustó, y la fecha quedó establecida, y él regresó.

Después, la caravana de pertenencias y familiares se movilizó para concretar la palabra dada.

No sabe por qué recuerda todo aquello en ese momento.

Nadie le ha pedido un examen de conciencia. Quizás porque la soledad hay que llenarla para que no empiece a flotar neutralizando todo.

Entonces, la atmósfera misma pesa, y los hombros buscan la atracción del suelo, y el descanso es inevitable.

Está asustada por todo lo que seguirá desarrollándose a su alrededor, ajeno a su voluntad, extensamente largo...

Recién comienza la semana. Varios días deberán consumarse para que aparezca el domingo.

Dijeron que vendrían a visitarla, pero sabe que no vendrán, que pensarán que aún es muy pronto, que no vale la pena, que hay que esperar que se acostumbre, a no ser que algo suceda... y tiene ganas de provocar ese algo para obligarlos... pero no... ella misma no se lo perdonaría.

Ahora la pieza le parece grande, demasiado grande, y las paredes altamente amenazadoras para ese montón de ella que está circundada por muebles que eran suyos en un lugar conocido   o familiar, y ríe pensando por qué pueden ser familiares muebles o lugares.

Cierra la ventana para que la noche quede afuera. Es lo que quiere.

Se da cuenta que llueve y teme que el golpeteo haga salir de la tierra más soledades que a lo mejor no podrá resistir...

Suena otra vez la puerta y es de nuevo la cara lisa, esa que quiere hacer las cosas en plural, que ahora trae una pastilla y se la pone en la boca y empuja el vaso de agua y ella se deja hacer, porque «no hay voluntad que resista la falta de voluntad», piensa...



 

 

Channel Nº 5

Abrió los ojos y bostezó, terminando en un resoplido.

Sentada en la cama, vio su imagen reflejada en el espejo. Le pareció que las bolsas de los parpados inferiores estaban más abultadas que otros días, Incorporándose sobre las rodillas, se buscó en el interior del espejo.

«No, no estoy tan mal; es el sol que cae más oblicuo que de costumbre», aseveró para tranquilizarse». Es horrible levantarse tan temprano, y encima tener que ir al centro», continuó hablando en voz alta. «Es más de lo que uno puede soportar».

No estaba despierta del todo y, restregándose los ojos, sin darse cuenta, chocó contra la puerta cerrada del baño. «Lo único que me faltaba». Masajeando la frente se paró bajo la ducha. El agua estaba en el punto adecuado. Con el calor, la crema facial nocturna resbaló en pesadas gotas y las pequeñas líneas del orgullo ancestral se marcaron todas en su sitio.

Conservaba el cuerpo delgado y la cabeza parecía ocupar, como por encargo, el lugar exacto. Deslizó la blusa bajo la falda; ambas prendas coordinaban de manera perfecta. Con la seguridad en el andar, los tacos producían un leve eco en las paredes. Encogiendo los labios y abriendo desmesuradamente los ojos, se sacó con cuidado una pestaña inoportuna que había amenazado las líneas redondeadas del rimmel. Con esa expresión diaria, cada vez distinta, con la que entraba   a ese mundo oculto detrás de la puerta, la cerró tras ella con suavidad.

Las crujientes hojas de otoño se deshacían a su paso; un polvillo imperceptible fue formándose encima de los zapatos.

«Tomaré lo primero que venga», pensó. Viendo acercarse el micro, rápidamente levantó un pie y luego el otro, sacudiéndolo con las manos al tiempo que ponía uno de ellos en el estribo.

Antes de pagar se sentó en el primer asiento con la fuerza del movimiento del vehículo y, recuperando su compostura, extendió la mano y depositó las monedas en las del conductor, evitando un roce indeseable. La mirada, ubicada en un punto siempre nuevo, seguía el desplazamiento del ómnibus. No se dio cuenta de la detención de este en la parada siguiente. Sólo sintió a su lado el descenso de un cuerpo demasiado gordo y cercano. Apretada contra la ventanilla, se redujo cuanto pudo, sintiendo encima la presencia sofocante del hombre gordo.

Una que otra mirada molesta atravesaba el tupido cortinaje de pestañas, sin tocar siquiera la apariencia ausente del recién llegado.

A medida que el hombre gordo iba ganando terreno, sentía evaporarse la sensación de limpieza con la que había salido de su casa. La sensación alcanzó a la misma ropa y toda ella era nada más que un bulto inmundo que debía ser devuelto a la máquina de lavar.

Empezó a transpirar y el Channel Nº 5 se perdió, como absorbido por el volumen del cuerpo de al lado. Con una mano trató de abrir la ventana, pero el mecanismo parecía descompuesto.

Todos los semáforos en rojo, con el sol infiltrado en ellos y el desplazarse cansado del micro, la sumieron en una desesperación que estuvo a punto de hacerla descender antes de lo debido. Corriendo el puño buscó el reloj para ver la hora. ¡No lo tenía! La furia cosquilleaba los dedos del pie y el indio dormido en la tierra colonial soltó los labios apretados en una sola línea recta. Relucieron los dientes y pequeños dardos aparecieron en medio de los ojos. Abrió la cartera aprisionada en la falda y, sacando una larga lima de uñas, acerada y fría como su mirada, con la discreción resbalando bajo la cartera, oprimió firmemente el costado carnoso del vecino.

«¡Entregame el reloj, maldito!»

Asustado, el hombre gordo metió la mano en uno de sus bolsillos y le alcanzó el reloj, viendo con ojos desorbitados cómo la mujer lo guardaba rápidamente en la cartera para pasar, al mismo tiempo, encima suyo con agilidad desconcertante, alcanzar la puerta y bajar, coincidiendo con la luz roja.

Corrió aterrorizada y veloz una cuadra larga antes de parar un taxi e introducirse casi desarticulada en él. Dio la dirección al chofer y luego cerró los ojos tratando de recuperar el aliento que rebotaba en su pecho.

Al bajar frente a su casa, el taco del zapato se enganchó en el ruedo de la falda y estuvo a punto de caer sobre la vereda; logró afirmarse en la puerta del taxi mientras, distraída, sacaba un billete del bolsillo de la cartera, entregándoselo al conductor sin esperar el vuelto. Entró a la casa como una exhalación, llegando de la misma   manera hasta el dormitorio para dejarse caer sobre la cama.

La excitación le impedía recuperar el control de sus pensamientos, los que no se detuvieron con su cuerpo.

Cuando, por fin, una cierta coordinación le devolvió el sentido de un todo, bajó las manos que presionaban sus ojos y dio vuelta la cabeza para encender la lámpara del velador, sus dedos tropezaron con algo que cayó silenciosamente sobre la alfombra.

Se incorporó con el miedo en la punta de la lengua.

«Dios mío, ¡he robado un reloj!».



 

 

De distintos colores

Me levanté sin ganas de hacerlo y los zapatos cubrieron los pies del mismo modo.

No me importó que fueran de distintos colores. Para eso estábamos en primavera.

Caminé unos pasos y me senté ante la ventana. Afuera todo parecía andar un apuro extraño a la estación, pero yo estaba a salvo, separada, protegida por esa división propia de ventana.

Una niña tiraba una pelota y la recogía entre risas, corriendo de un lugar a otro. Alrededor, un movimiento continuo.

Detrás de la ventana sólo un cuadro inmóvil, una soledad fija, un ánimo detenido por vaivenes atrasados...

«La naturaleza es sabia», recuerdo y la memoria no prende o no comprende o, en algunos casos, las normas fallan para mayor sustento mientras voces mezcladas que vienen de sitios inciertos llegan con eso de «la voluntad se está yendo con la vejez», al tiempo que los que se creen la corona del ingenio agregan «es una pena que el poder no desgaste del mismo modo».

Pero no soy vieja, nada de eso. Sólo un saco muy pesado para moverlo.

Camino varias veces el largo de la pieza, y cuando esa voluntad se satura encerrada por la división de la ventana, abro la puerta sintiendo el olor fresco de días nuevos, y llego al corredor con ese arrastre que no gusta pero que es difícil cambiar.

A veces, el día está tan desanimado como yo y llora una lluvia perezosa, fina, de esas que no   mojan mucho pero se adentran hasta enfriar lo que está oculto.

Sucede, de tanto en tanto, cuando la sequedad se vuelve insufrible, al punto de posarse con fuerza en la cara, y no se trata de rechazar esa incursión de hecho.

Con los años, el rechazo se reemplaza por la aceptación, calle de una sola vía.

Me doy cuenta que el vidrio está sucio y la plaza se ve igual como a través de algo que las manos quisieran separar.

Abro la ventana, por más que no les gusta que lo haga.

Dicen que ya no tengo capacidad de absorber tanto aire con esa respiración corta, apresurada, con el temor que de pronto se acabe.

Río al pensar en aquel día en que resbalé, no por vieja, sino por torpe.

De eso hace mucho.

Llevaba unas zapatillas viejas y la suela se había puesto brillosa, igual que los codos de las chaquetas usadas sin misericordia, la olla con agua hirviendo atajada con las dos manos.

Debió ser una excelente puesta en escena, sin ensayo.

Después, tuve que hacer un paquete con todo el pudor guardado en tantos años y cubrir la parte delantera, la de los «pechos de pintor corto de vista», como decía Manolo, el mismo que con paciencia diaria de médico recién recibido iba retirando las partes muertas de la espalda para derramar luego, a destajo, el líquido rojo.

Me dejaron días y días sentada al sol sobre un piso para que me secara o pudriera del todo, no sé.

No, no fue así.

Era parte del tratamiento de Manolo.

Parecía un tótem encogido, un tótem sufriente con el calor o con el frío, viviendo y muriendo cada día con esas curaciones que me hacían gritar en el idioma de mi tierra, el que conocía a fondo, el que me llegaba a lo profundo, el que podía sentir mi sufrimiento.

Aquello también pasó.

Me regalaron un vestido nuevo, cuando pude vestirme como todo el mundo.

Era de tela suave, una etamina (ahora la llaman «voile»), para que no lastimara la piel nueva.

Tuvieron que hacerme placas nuevas también, arriba y abajo, pues para atajar la caída apreté los dientes.

Nunca volvieron a calzar como antes. Creo que con la caída se agrandó la boca en forma tan irregular que hizo difícil el ajuste de los dientes extraños.

Pasé por muchos procesos de secado, procesos que no se buscan; llegan con llave propia y se apoderan del terreno, estampándolo a su gusto.

La habitación es chica, para dar menos lugar a la soledad, creo, por más que no la necesito.

En la inquietud de mis sueños la comparo con las termitas: necesitan sólo un punto para comenzar y de ahí perforan hasta el fondo.

Sospecho que han comenzado su trabajo conmigo, o con la pieza, o con todo junto.

Es extraño. Siempre he tratado de poner una barrera al comportamiento.

Me tomaron desprevenida.

Tampoco tengo mucho que perder.

Sólo que siempre me ha gustado la primavera, con esa promesa que lleva colgando de alguna rama.

Pienso en Manolo, en los otros, en los que dicen lo que debo hacer o no.

Temo dormirme antes de que lleguen a verme, como a veces sucede cuando el tiempo... porque todo es cuestión de tiempo...

Les parecerá raro encontrarme con zapatos de distintos colores. Dirán que siempre fui extraña, dirán algo más, quizás.

Pero no es eso.

Me llevo así la primavera de afuera, la de la gente que pasa, la de la niña y su pelota, para alejar eso que siento como ronroneo, aunque dicen que no se siente nada...



 

 

Como de no creer

Ceferino no lo podía creer.

Tantos años persiguiendo ejemplares más jóvenes pero siempre regresando a la casa, eso nadie se lo iba a echar en cara, y ella esperando con su obligación obligada y, de pronto, la casa sin Escolástica, la batea silenciosa, todo dormido como si hasta las mismas ánimas hubieran abandonado esas paredes frescas, o eran frescas por obra de Escolástica. Ahora ya no lo puede saber, sentado en esa puerta que gime su desesperanza, su rencor, buscando el por qué de todo eso.

Él nunca ha pedido gran cosa, sólo el plato de comida a tiempo, sin demora; eso sí, y ella que estuviera lista como debe ser, como la ley manda, como la naturaleza lo ordena, y él ha sido respetuoso; misa todos los domingos, el puño en el pecho, golpeando hasta que llegaba a dolerle, satisfecho con tan poco.

Creyó conocer su alma a través de esa cara de puerta entornada...

Qué más podía tener esa mujer que todo lo tenía y de tanta abundancia se fue llenando hasta que no le salió más palabra.

«Sí, eso debió ser», piensa Ceferino, recordando sus monólogos cuando Escolástica decidió no hablar, y ni necesidad que había, porque «con una voz era suficiente».

Busca los pensamientos que de pronto escapan, se desgajan como si estuvieran perdiendo la raíz.

«Y se llevó todo, la muy desgraciada, hasta los hijos hechos por él».

Mira el fondo del campo, por si acaso, «pero no, seguro, de seguro que vuelve; dónde va a estar mejor que acá», se soba la axila con ganas «si hasta eso te gustaba», dice en voz alta buscando que alguien lo escuche «a pesar de esa cara de asco que te hacía correr al establo».

«Prefería el establo, la muy...».

Rió más que de costumbre, y tuvo que sujetarse las placas para no asustarla.

«Y esa cara de naranja agria esperando turno... te hubieras quedado esperando..., acaso no sabes que uno no puede estar todo el tiempo sacando agua del mismo cántaro, no es de hombre que se respete...».

Cierra la puerta y camina el campo hasta la luz vecina; lo dejan entrar sin preguntas ni respuestas, y come sin ganas comida de otra olla, regresando a su propia luz para no dar que sospechar, porque así son las cosas donde la ciudad termina, la cabeza se desboca como cualquier caballo y no hay rienda que pueda controlarla. Es por eso de los aparecidos de los que tanto se habla, y se habla tanto que hasta el fuego se acelera, y cuando eso ocurre, ya pasa a ser verdad...

Ceferino se encierra para ocultarse, se encierra de ventana y puerta, cosa extraña en esos lares, para que ella golpee, para que pida entrar... y amanece del mismo modo y hasta el campo parece enterado.

Enciende el fuego para que el techo humee, y lo hace a la misma hora que ella, casi viéndola en esa penumbra hexagonal, resto de cuarto que se vuelve cocina donde, entre ojos restregados y bostezos de recurso diario, empezaba todo igual,   olvidándose de sentarse para compartir, compartiendo parada en actitud de espera...

«¿Qué más podía pedir ese cuerpo con cara de llapa?»

Y la puerta se hace casa y Ceferino, apostado, espera y la ronda, y vuelve a apostarse para que sepa que con él...

Y se va olvidando la rabia junto con los días, y es él ahora cuerpo sin alma, porque «cuando la mujer se larga lo lleva todo», y no le quedan fuerzas para esos cántaros que estarán abiertos, pero sin Escolástica no importa, y tampoco golpearse el pecho, y queda sentado sin llevar cuenta, haciéndose resto, resto de hombre, mirando fijo ese espejismo de Escolástica bailando, riendo en medio del cielo y la tierra, justo en el medio, hasta que como cualquier suelo reseco. Ceferino se agrieta, se endurece como arcilla, se resquebraja, se acaba en la espera.

Algunos pasan y le dejan platos con comida.

Piensan que es de humanos dar de comer a las ánimas.



 

 

Inocencio Riquelme y los yacarés

«El aliento del yacaré mata», se afirma, pero el hombre no era de escuchar afirmaciones. Para eso era Inocencio Riquelme, nacido como corresponde, de madre que le dio nombre porque no pudo encontrar quien más le diera, e imaginación no le faltaba a la mujer, pues a todos les dio distinto «para que se note la diferencia».

Así solía decir.

Era buena para lo que fuera, «pues no hay peor trabajo que el que se hace a desgano».

Los días eran largos de faena y las noches estrechas para tanto revoloteo de mente, porque eso eran, un verdadero remolino de funcionamiento «al revés», según decía, «juntando cuanto viento encontraba en el camino», y así ocurrían las cosas, por ir o por venir, pero ocurrían, y ella, Ildefonsa, señalando el camino con esa panza casi permanente, con alguno que otro descanso para «abonar el terreno».

Eran tierras alejadas de ruido, metidas entre los árboles, acurrucadas por ciclones, tierras donde era preciso hundirse para entenderlas.

Inocencio Riquelme se formó en ellas cuando su madre dejó de formarlo.

Tenía la fuerza de los robles, el oído afinado por lobos o gorriones, compañero del lince por la vista y lo demás ajustado en la misma proporción.

Lo del yacaré lo tenía hundido en medio de los ojos, a pesar de sí mismo, en ese punto  donde los nervios hacen ruido y no dejan lugar a escapes hasta que la cosa resulte o, por último, no resulte, con tal de que conforme las ganas,

Al animal lo conocía de oídas, porque para agua bastaban las lluvias, antojadizas, sin estación fija, y las mismas traían algún olor, ajustable al yacaré por tamaño o cercanía.

A veces, ese olor iba cayendo, casi con molde, y quedaba parado encima de árboles o cultivos frescos hasta la siguiente lluvia, y la curiosidad se le había encaprichado, así como la memoria, cedida por tanto forcejeo, y no era más que una tira transparente, sin nada de un lado o del otro, como estar delante de un vidrio con antecedente de espejo.

Y el problema era el campo, que no parecía hecho para estar solo...

Ildefonsa los fue largando en lugares diferentes, donde le apretara el instinto, a distancia de noches y días y caballos, y fueron creciendo sin mayor conocimiento de parentesco, por esa picazón constante que hacía a Ildefonsa tan movediza.

Quizás el yacaré le lanzó lo suyo sin matarla, dejándola inquieta de muerte no terminada.

Quizás...

Quizás por eso corría de un sitio a otro...

Inocencio esperó el día de descanso para dejar el campo alimentado y bebido, y partió hacia la pulpería.

El viento estaba calmo, tibio, sin ganas de dar guerra. Más bien iba arrastrándose.

En cambio, Inocencio era un cargar y recargar de energía con cada galope.

«Alguien debe saber la historia completa», murmuraba.

Desmontó de un golpe frente a las luces recalentadas. Entró extendiendo las manos, como probando el terreno.

Una sensación de engaño se le pegaba a los dedos, subía por los brazos, llegando al cuello, la cara, los ojos.

Pensó que no era nada nuevo, sólo un juego de esa memoria a mal traer, a lo mejor un cuento de la misma Ildefonsa para retenerlo en los límites conocidos, una forma de protección...

Pero nadie le va a cubrir los ojos, o las ganas, y pregunta y le responden muchas veces, y agrega pedazos a la historia, borra otros, y se entera, por fin, y se lanza caballero andante, molinos de viento, y el animal vuela y el tiempo también cambiando colores, atraviesa más y menos fríos, se aleja sin vuelta, se desmancha en esa eternidad de lugar y hombres hechos...

Dicen que Inocencio tenía sus años, que fue un error de memoria mal gastada, un desperdicio de memoria...

Y no fue el aliento del yacaré, sino el fantasma de Ildefonsa que veía por todas partes, hasta con forma de animal.

Fue el silencio abandonado en esas soledades donde lo dejó, fue su corazón cuarteado sin derecho, fue la historia que buscó para terminar con ella, fue su propio aliento rancio, confundido, que venía de adentro de las profundidades de lagunas imaginarias de yacarés deseados.



 

 

Los herederos

Raimundo mira la extensión del campo sin lograr acapararlo, hasta donde la duda pone un punto de cielo o tierra.

Es mucha la distancia, o la tierra es excesiva, o Raimundo se hace poco para dominar esa herencia de otro Raimundo, el abuelo, que la fue juntando de a poco hasta llegar a esa imposición que sofoca.

Despierta con ahogos de noche, sintiendo que algo se le escapa, o que lo estiran hasta que desaparece en algún doblez.

Ni siquiera conoce a los que trabajan en ella, una cifra semanal que lo remuerde, que lo molesta, que sacude algo, como si el tiempo lo hubiera llevado y traído de vuelta, y ahora está en esa vuelta.

«Hay que repartir», dice un día, y los futuros herederos lo miran con recelo al comienzo; después con cautela, porque a Raimundo le pasa algo serio.

Nadie se había animado a cortar la línea.

Empezaron a tratarlo con un cariño que rayaba en la adulación, afirmando cuanto decían, produciendo en Raimundo una erupción de piel, de sangre, de nervios.

Con caballo fresco iba recorriendo la propiedad imposible de recorrer, cambiando el animal, volviendo a cambiarlo, para regresar con el cansancio de labor incompleta, partiendo desde distintos puntos para alcanzar la idea, llegando siempre a lugares nuevos, seguido por un peón con cara de querer saber lo que ocurría.

Vientos de intriga se colaban por puertas y ventanas, golpeándolas, mientras Raimundo se encerraba con esos mapas que el abuelo había dibujado quién sabe por qué, mapas que mostraban lo que la vista no podía abarcar.

Señaló una parte para él, la que mejor conocía, otra para los que esperaban ser reconocidos, y el resto se repartió entre desconocidos que habían pasado toda la vida en el lugar.

Aliviado, se dispuso a esperar el día.

Pero el día amaneció con otros ruidos, ruidos de bandos formados para enfrentarse, porque temían esos encierros extraños del patrón.

Y por más que enarboló el mapa y gritó a cuello destrozado, pensaron que era parte de esa locura que creyeron ver.

La tierra levantaba polvo de herraduras metidas, de patas frenando y partiendo de nuevo, remolinos de caballos desorientados por los rebenques que iban cayendo como castigo vertical, enojo de campo, de puro campo, en confusión de hombre y bestia, comulgando la misma furia, peleando por lo que querían, destrozándola por quererla.

Raimundo, con caballo puesto, se plantó en medio, corriendo a uno y otro bando para deshacer el enredo, para sofocar la agresión de unos, el rechazo de los sorprendidos en la ignorancia.

La revuelta duró hasta que la campana sorda de sonido lúgubre, por no haber sido tañida desde hacía rato, empezó a sonar lenta, melancólica.

El susto fue general.

No recordaban la vieja campana olvidada en el fondo de la estancia por antiguos moradores.

Tampoco comprendieron cómo pudo Anselma, con tanto cuerpo a cuestas, hacerla sonar.

Se calmaron los caballos y su carga, los rebenques.

La tierra se asentó.

Quedó Raimundo en medio de todo lo suyo sin comprender la lucha por lo ajeno, contrayendo la rabia, mostrándola en la cara.

Levantó el mapa. «Cada cual tendrá lo suyo».

Se escuchó un murmullo

Desmontó e hizo un círculo de piernas y ojos observando. Luego extendió el mapa en el suelo y fue poniendo nombres a la tierra, nombres de distintas formas, nombres limitados por otros nombres.

Los herederos entraron. Los peones buscaron distanciarse y se perdieron en las tierras más alejadas donde no podían molestar ni ser vistos.

Los herederos se cuadran con Raimundo, en redondo, en triángulo, en formas que se deforman hasta descuadrarse.

Se trenzan palabras en luchas de días claros, de lluvias, de noches que ya no llevan silencio.

Y son muchos para uno solo, tentáculos de pulpo insaciable, y lo mucho se hace poco.

Raimundo va perdiendo terreno.

Ya no se le cansan los ojos ni se prenden de lugares inalcanzables. Caen bajos, vencidos de vergüenza que no es suya.

Deja de hablar porque no puede entender.

Hacen con él un bulto, un paquete y lo calzan dentro de una pieza. Es todo lo que le va quedando.

Le han dejado una ventana, para que reste los días hasta que no quede residuo.


 

 

Anonimatos

El temor está envuelto en un par de ojos que taladran el espacio. «Todo es cuestión de distancia y espacio, y el tiro justo donde acierta la neuralgia de un punto».

Quizás es una sucesión de puntos conductores, un seguir de la línea marcada.

El escenario está listo, y el hombre en él.

Podría levitar, pero no, parece a su gusto sólo parado, midiendo el silencio, o el ruido, contando aplausos, adivinando manos y el resto.

Es una presencia resumida, un manojo de presencias, pero está solo. Una mujer lo acompaña, pero da igual. Es la que alcanza, separa, sonríe, muestra el cuerpo, levanta la cara asombrada, sostiene el suspenso...

El hombre es de facciones afiladas, pequeño, entero, largo de manos, en verdad un exceso de manos, y esos ojos, ojos llenos de lo que uno no sabe.

Estoy entre los aplausos, anónima, un cuerpo como otros ocupando una butaca, extraña a mí misma, diluida en una opresión de adentro hacia afuera y de nuevo hacia adentro, reventando sin reventar.

Hay una atmósfera de no ser, no sentir, de entrega involuntaria, de fuerza redimida.

Trato de hundirme, de desaparecer insistiendo en el fuelle de la butaca, de dejar nada más que el oído próximo al silencio para escuchar, oír lo que dice de los otros, comprobar si el anuncio de penetración «hasta lo más recóndito de lo conocido» es verdad o mentira, o ilusión o sólo incidencia accidental aceptada por la euforia de un momento.

El hombre semeja un muñeco de cabeza que funciona en forma independiente, o son las luces las que hacen el efecto. La mujer cubre los ojos del hombre. Antes, muestra el paño al público. No hay magia, es un paño corriente, varias veces doblado. Una persona del público lo prueba. Nada se trasluce.

El hombre levanta el brazo derecho.

Al mismo tiempo, uno de la platea se para.

No ha mediado orden.

El de escena empieza a hablar, le saca a borbotones el pasado, el antepretérito, lo vuelve un espejo roto con todas las imágenes caídas, desgrava esa propiedad hipotecada por él mismo.

El público calla; goza la desnudez del otro.

El de escena estira los hilos, los desenreda hasta dejar al otro despojado de todo sin darse cuenta, sin haber podido cerrar el desborde. Cuando ya nada queda, cae sentado y se duerme.

«No recordará nada cuando despierte», dice el de escena.

Los aplausos suenan como rocas despeñadas.

Siento que desciendo con las rocas.

«Es el circo moderno», cruza la mente.

Las rocas se vuelven avalancha pidiendo más, que rueden otras cabezas, que no se detenga el verdugo.

Se levantan los brazos largos del hombre pequeño en actitud de bendición.

La bendición me esquiva.

Todos callan.

Es un poder aterrador que electriza el aire, haciéndolo casi palpable, fácil de asir con un estirón de mano.

Pero nadie se arriesga.

Se hace fuerza para contrarrestar la otra, la más pesada y conocedora, la que dobla y desdobla almas.

Nadie quiere ser elegido.

Nadie quiere ganar el premio.

Es la parte más excitante, la espera, la piel que se eriza, «a mí nunca me ocurren esas cosas» y el dedo clama la víctima, y soy yo, sobresaliendo sola, aislada, encima de cabezas en pleno acomodo sobre cuerpos aliviados, cabezas de distintos colores, con cabello y sin él, con los ojos bajos para no ser vistos en el cruce de alguna mirada irresponsable.

Hay un lapso de espera por uno y otro lado.

Saco puñales que están adentro para emergencias.

El hombre se apresta con su pañuelo.

Yo estoy lista. Creo estarlo.

Es una batalla dura, una defensa y un juicio.

El hombre traspira y moja el pañuelo. Se lo saca. Prueba con otro, adhiere la mirada con furia.

Estoy en lo mismo.

No puedo dejar que ausculte mi alma porque seguirá con mis entrañas y la verá, verá que está cargada y se sabrá, lo sabrán, y entonces no tendré tiempo de pensarlo, de juntar eso nuevo que siento, de saber si podré seguir sintiéndolo sola, decidir sola, o acabar sola con esas promesas entibiadas al borde de una tarde, que nada más que en mí prendieron.

El hombre tira el pañuelo y las cabezas de platea buscan la mía para mostrar el enojo en medio de un murmullo que se acrecienta.

«Será un secreto», dijiste, y pensé que podía serlo.

Pero estoy en peligro de que conozcan el secreto, el que dejó de parecerte secreto apenas te enteraste, cambiando la expresión de tu cara.

«No había por qué llegar a eso; es como quitarle el gusto», dijiste.

Y la culpa se puso de mi parte.

Quedé parada, con la memoria llorando esa tarde que creí era el inicio de la novela que tantas veces me habías contado.

Caíste del caballo blanco sin estrépito, y sentí el vestido estrechar aún más mis formas.

Escapo para no delatarme, y los aplausos se alzan vacíos.

Son dibujos animados, caretas alteradas por derechos concebidos, el lado de los justos, y aprieto el vientre para iniciar lo otro, esa carrera loca con la única salida que conforma, que termina, que aniquila en beneficio de las buenas costumbres, para que quede libre de culpa, libre de eso, y las entrañas se replieguen a su punto de partida, recipiente limpio de falta esperando la legalización del llenado, el consentimiento de los otros, y suenen campanas y se reúnan los ángeles para anunciarlo.



 

 

Palabra de gato

«Alguna vez debieran declararse incompetentes las malditas escobas», piensa.

Menos mal que no pueden correrle los pensamientos, por más que escuchó en la televisión que «nadie está en contra de los pensamientos mientras queden guardados en las celdas correspondientes», lo que no entendió muy bien, porque tenía la sensación de que «celda» era algo diferente que le producía una especie de dificultad al tragar.

El animal husmeó las zapatillas de la mujer, luego los pies, como cualquier gato adiestrado por la confianza. Después fue alejándose, cansado o aburrido. Agregó un bostezo antes de perderse en una esquina, derecho transitorio que le hacía buscar lugares diferentes para echarse sueños repentinos, seguido siempre por alguna escoba encaprichada con las esquinas.

Le sorprendió que, ni bien dijo el hombre eso acerca de los pensamientos, su dueña lo silenció y fue gracioso verlo hablar y hablar con tanta cara y brazos, y los cabellos sin moverse de lugar, y que no fuera más que silencio hablado, igual que el suyo, a veces cuando sencillamente despierta de mal humor y los bigotes se le suben sin sentido.

Su dueña le dice en esos momentos que está listo para el aparato.

No se trata de ambiciones... tampoco de caer en ofensas...

Además, está lo del sindicato.

Las cosas hay que decirlas en acuerdos conjuntos.

Para eso son los sindicatos.

Claro que, de pronto, alguno se desindica (¿estará bien dicho así?) y se atreve a participar en equipos que lo tienen todo listo para absorberlo, igual que una planta carnívora; lo presentan todo fácil y hasta le ponen un manto protector, además de darle alimento balanceado, el mismo paraíso para un animal corriente, pero están esos rumores que a veces se confunden con ronroneos, y es mejor andarse con cuidado.

Por más que últimamente hay un revoltijo de animales dentro y fuera del sindicato, con las mismas características y a uno le agarra la duda porque no sabe en qué bando está o cuál es el color de su bandera.

El asunto es mantener los principios.

En eso debe reconocer que su madre fue de una sola línea.

Una cosa es husmear, porque es costumbre, y otra lamer porque no se tenga la alternativa de husmear.

Su padre, en cambio, andaba entre dos filas, para que todos lo vieran, tirándose a uno u otro lado con esa rapidez felina que le costó una pata.

Se las arregló como pudo, pero era tan reconocible que ninguna fila le dio cabida formal.

Se volvió tan inocuo (en algún lado escuché esa palabra y la uso porque cuesta pronunciar) que se formó una comisión mixta y le regalaron una muleta con la que terminó sus días, siempre equilibrándose, con lo que también se forma costumbre.

Su madre, en cambio, poco andaba por la casa.

Se le hizo permanente la hinchazón de un ojo, resultado de esas reuniones de «derechos de gatas sin derecho», en las que no podía permanecer como el hombre silenciado de la televisión.

Se mantuvieron juntos hasta el final, eso sí, aunque en los momentos de arrebato culpaba a otras faltas la falta de la pata de su padre.

Empezó a sonar algo de «no ser demasiado practicante», que yo tomaba como bastante natural en tiempos en que era difícil creer, y menos practicar.

Ella reía con mis elucubraciones y empezó a participar, sin mi padre, en ajetreos nocturnos acalorados sobre el zinc de los techos, de los que regresaba «con unas ganas de descansar...»

Un corte de luz dejó la televisión vacía.

Estaba preparado desde la tarde para mi entrenamiento cotidiano, cuando unos golpes apurados en la puerta hicieron correr a mi dueña.

La seguí con las orejas paradas.

Eran unos hombres batante extraños, con ojos que penetraban hasta los mismos intestinos.

Preguntaron sobre gatos revoltosos.

Ella dijo que no, que el suyo no era de esos, que apenas salía de la casa y que era más bien tonto.

Eso sí, es aficionado a la televisión y le encanta que le quite la palabra a los que se propasan con la paciencia de los otros.

Los hombres aguzaron los oídos y entraron sin invitación a «echar una mirada».

Eso no me gustó. Ni hablar de husmear esos pies que quién sabe qué historia tenían.

Parecían buscar algo.

El animal se apresuró a guardar la trampa para ratón, porque daría que pensar habiendo un gato en la casa.

Para despistar se apostó en un rincón, simulando lamerse un hombro. Pero hay movimientos delatores cuando la sospecha está en el aire.

Se armó la de «sálvese quien pueda».

Algo en la actitud demasiado indiferente del gato levantó el telón de alerta de los ojos inquisidores y la persecución no paró hasta llegar a la pieza del fondo, donde buscó refugio el animal.

«Acá está todo», dijeron con tono de victoria.

«Seis hondas, anote secretario, cuatro bolitas de metal, un surtido de piedras con aristas afiladas de distintos tamaños, para diferentes propósitos, evidente, cinco pistolas de agua, una radio de transistores, un "walkie-takie", y un personal stereo».

Inclinándose, el hombre que dirigía la operación descubrió pintura y pinceles recién usados.

«Agregue que se encontró también una cantidad no especificada de elementos acreedores».

«Opositores o subversivos», ratificó el gato.

Los inquisidores soltaron lo que tenían en la mano, buscando el origen de la rectificación, pero estaban solos con el gato en esa pieza.

«Debe ser ventrílocuo, y así manda mensajes», dijo el que más sabía.

Por primera vez en todos sus años de vida activa de defensor de «zinc para todos» y secretario sin cargo del sindicato, tuvo miedo, un miedo verdadero, de esos que podía sentir solamente frente a un perro.

Por primera vez levantó las patas delanteras para juntarlas y mirar hacia arriba, por si arriba hubiera alguien, pero se dio cuenta que, cuando es tarde, es tarde, y «qué cuernos se le va a hacer».

Vio todo lo que hay que ver cuando llega ese momento y cayó con todas sus creencias bien puestas, sin miembros faltantes.

Escuchó la última orden al secretario: «intento de fuga con panfletos comprometedores», antes de quedar tieso como quedan todos, cuando las pistolas no son de agua.

 

 

 

 

 

 

 

♦  - III -

Espejo en el tiempo

 

En esos días de culebras

No era suficiente tomar grandes palos sacados de escobas viejas para matar el miedo.

Tampoco era miedo real, palpable. Sólo una repugnancia que iba formando en la piel un empedrado al levantarse por turno cada poro, como cuando las calles no estaban aún asfaltadas.

Bastaba que alguna voz «¡hay una culebra!», formada por la magia de noches demasiado cálidas mezcladas con lunas agresivas, cortara en forma temprana el amanecer.

Entonces las camas se deshacían, también por turno, y cuerpos de distintos tamaños saltaban para formar la fila de perseguidores implacables, cada cual con su palo de batalla.

Afuera, algunas sombras tardaban en despedirse, metidas entre los árboles, jugando con los techos, alcanzando lugares inalcanzables, corriendo la última salida.

Bernarda parecía formar parte de ellas, emergiendo como manchón acumulado por aglutinamiento de penumbra, con esas marcas de tiempo que eran «pedazos de susto que tiñen la piel», según decía, donde toda su historia estaba escrita.

Seguida de Espiridión, un espíritu en forma de hombre, eterno enamorado de Bernarda, prolongación de su contorno, sin que nunca nada hubiera sucedido, saturaban la calma del día sin culpa, golpeando ollas viejas y tapas que no hacían juego «para mover de lugar a la intrusa».

Ocupaban cuartos colindantes, por más que la pared medianera no parecía suficiente a Bernarda,    quien decía que Espiridión iba midiendo la pieza noche a noche en todas las direcciones con la intención, «más que segura», de acumular fuerza para derribarla, tomándola por sorpresa cuando ella, por fin, de puro cansada, se escondía en esos sueños de los que tanto le costaba deshacerse.

Espiridión tenía la cara alargada por el desencanto, o quizás por «nacimiento obligado», como repetía Bernarda queriendo que la escucharan, con risas fruncidas en los ojos, sin atreverse a hacerlas descender, y consideraba todo un acierto eso del «nacimiento obligado», diciendo que en el estirón, para que saliera, se le fue alargando la cara.

Pero ya el grupo, amaestrado por la experiencia, estaba recorriendo las habitaciones puestas en hilera (quizás para facilitar la cosa), buscando lo que el primer par de ojos había visto.

Era una tarea que podía prolongarse según la destreza de la culebra, no más de treinta centímetros de asco acurrucado contra la pared, tomando su color, escondiéndose con su mejor arma.

Entonces paraba el ruido de ollas y la discusión entre Bernarda y Espiridión, en cuanto a la estrategia a seguir, subía de tono sobrepasando el de las ollas mientras el sol, ajeno a ese tipo de pequeñeces, empezaba a caldear palabras y cuerpos, al tiempo que el lunar de Bernarda, grueso y peludo a un costado de la boca, temblaba la rabia del derecho, alerta para silenciar de un solo golpe la voz de Espiridión.

Entonces, juntos, se unían al grupo ya formado en la persecución de la culebra.

Espiridión, siguiéndola como siempre, con el rabo entre las piernas como perro sorprendido en falta, como si hubiera sido falta la suya una simple equivocación esa noche que todo empezó a brillar más que otras, y él sintió algo extraño en los ojos de Bernarda, como ganas de eso que nunca le había pasado, que el recuerdo fue presionando hasta dejarlo apagado, pero aún humeante...

Salió corriendo, esquivando los brazos multiplicados de Bernarda, lleno de vergüenza o de furia, y una de las dos cosas, con el tiempo, tocó el fondo donde se acumulan por necesidad.

Desde entonces, la siguió en actitud de espera, callado, con los bigotes colgando o erizándose en las puntas, según fuera su estado de ánimo, con la calma que acecha el descuido de la paciencia...

Eran muchas esquinas y bordes de pared para una sola culebra, adiestrada por otras más antiguas en la necesidad de la supervivencia.

Después del alboroto inicial había que guardar silencio, «para tomarla por sorpresa en el momento de cambio de color», decían, porque todos estaban convencidos de que así era, de que disponía de un mecanismo especial, un tipo de palanca o algo así, solamente para despistar, para jorobar..., «entonces para qué aparece la muy diabla», decía Bernarda con la ayuda del eco de Espiridión.

Nada podía iniciarse antes de terminar con el problema comprendido en oficinas y escuelas, porque era una inquietud diaria, experimentada   por quien más o quien menos, que alteraba justificadamente los horarios.

Llegaba el momento en que la idea de varias culebras iba serpenteando la razón, en vía directa al convencimiento.

Pero Espiridión decía que «siempre vienen de a una», y «qué sabes tú que ni pronuncias bien tu nombre», le enrostraba Bernarda, mientras las voces chicas preguntaban «¿a qué hora vamos a desayunar?» y Bernarda, en su alteración, no había siquiera comenzado a bombear la cocina de kerosén para hacerla entrar en calor.

«Es por el clima», se decía con resignación; «se forman con el calor y la humedad».

Pero eran sólo frases para espantar el miedo, y este parecía cundir cuanto más se lo ahuyentaba.

Entonces Espiridión, tomando el camino hacia la sala, la que se abría una vez por semana para airearla, sacudir las alfombras, ventilar recuerdos, recibía el «a quién se le ocurre, ni que fuera tan fino el animal ese, la culebra digo...», y la sombra de hombre no tardaba en regresar con la cabeza baja.

«Te pusieron demasiado nombre», decía Bernarda, «ese es el problema».

A media mañana ya no había lugar que no hubiera sido visto, hurgado. El piso, junto a la pared, estaba lleno de desprendimientos de pintura por los golpes «por si acaso».

«Es hora de terminar con esta zoncera», decía Bernarda, y el tono de orden aquietaba los ánimos.

Cada cual iba dejando su palo en el lugar de costumbre «para la próxima vez», y la ducha del único baño se hacía poca para tanto apuro.

Espiridión, el último en salir de la fila de cuartos, con esos ojos que podían ver por todo un batallón cuando no estaba Bernarda cerca, «ahí está», decía mirando los treinta centímetros rojizos, casi marrones, adheridos como sopapa a la pared.

Era el único que en verdad no tenía miedo.

Con el resto de la población doméstica a sus espaldas, estiraba el pie de alpargata tocándola con suavidad.

«Está muerta», dijo esa vez.

Muchos ojos lo miraron.

Bernarda afirmó que «no puede ser, que las culebras no mueren sin ayuda», y estiró el suyo también de alpargata.

«Lo hizo adrede, una especie de venganza», afirmaron cuando la voz de Bernarda quedó atrapada para siempre. Después, un palo que no había sido guardado asestó el golpe final a la culebra.



  

Lady

Hace días que un pensamiento, el mismo, da vueltas en la cabeza en una invasión que ha dejado prácticamente de lado otras meditaciones.

Y sigo pensando, y dando importancia a la cosa, y teniéndome rabia porque, después de todo, lo encuentro banal, aunque no sé si es banal el pensamiento, la persona que lo genera o yo. Pero que trastorne mi diario vivir, no llego a entenderlo.

Estamos perfectamente delimitadas, tanto en lo geográfico como en las jerarquías. Y no es que trato de cambiar lo que está establecido, pero no deja de molestarme. Creo que son destellos de orgullo, o de envidia bien pudiera ser, mientras ella está allá y yo acá, y las horas son casi las mismas y el té lo puedo tomar como mejor lo quiera, pero claro, tengo que servírmelo yo sola, y qué hay de malo en eso, me digo, mientras pienso en las bandejas que de puro resplandecientes duplican el contenido y los guantes blancos, deseosos de complacer, anónimos, eso sí, se esmeran en que el té llegue justo a la raya esperada y no marque el resto prístino donde se posarán labios pintados por otras manos para hacerlos más perfectos, y sorberán lo justo.

Y si engorda o adelgaza, un gentío se agolpa adelante de la reja hasta que un vocero de profesión, que es todo lo que hace con certeza en las largas horas de un día, con la nariz levantada lee una declaración oficial para descartar dudas y tranquilizar a la población.

Y yo también he tenido hijos, y han entrado a mi organismo y salido de él sin que nadie reparara en el evento que me parecía único y maravilloso, y hasta pensaba -porque se habrán dado cuenta que ese es uno de mis problemas- que me nombrarían la «madre del año».

Y no, no fue así, y me tuve que conformar con seguir teniendo hijos, a lo mejor con la esperanza oculta de que por fin algo sucediera, pero parece que es normal que los demás tengan hijos.

Y hay tantos que, quizás por eso, cuando nace el único que toda la población espera, suenan clarines y trompetas, a lo mejor porque representa a los demás anónimos del mundo que también vienen completos, como hechos de medida, pero no son iguales.

Hojeo la revista y en varias páginas seguidas aparece con su eterna sonrisa y el corte de pelo que la hizo famosa, que lo cambió una sola vez para suscitar una ola de críticas, porque no es bien mirado que en su posición se cambie de peinado como de vestido, aunque eso de los vestidos es totalmente distinto, y pienso qué hará con tantos, y las ganas que de repente alteran mi sueño ya no pensando sino viéndome con una de esas obras únicas rodear mi cuerpo, despertando con el camisón arrugado que ya dejó de ser «wash and wear» de tan usado y busco, siguiendo el ritmo del despertador, un lado de la zapatilla al tiempo que siento que el otro me queda más grande, porque es la de Juan Antonio, y así me levanto, con el peinado echado hacia un lado, el mismo sobre el que me dormí, y la tremenda marca imitando el borde de la funda cortándome la mitad de la cara.

En la oscuridad borrosa del despertar que no quiere ser, voy a la cocina y prendo la luz, pero no se prende; en cambio, se ilumina el patio interior.

Tiro tres fósforos y, por fin, el cuarto se levanta en llamarada al chocar con el gas que lo tenía abierto hace un rato, pero a quién se le puede pedir que sea consciente a esa hora del día si los días, para poder gastarlos, tendrían que comenzar más tarde.

La boca se me abre en un bostezo no programado pero habitual, y sé que de ahí en adelante he puesto el pie en la alfombra de la rutina.

No es un deslizar principesco.

Es sólo el mío.

Pongo las tazas sin platillo -porque así usan los gringos y debe ser bueno- sobre la mesa de la cocina y apoyo sobre un paño la sartén con los huevos de yema reventada.

Todos comen y van saliendo como resultado de una computadora. Leo una parte del diario (la otra quedará para después del almuerzo) en el recreo sin campanilla que me permite esa hora.

Estoy pelando una papa y la manía de pensar me envuelve, los ojos se entrecierran y parece que un vuelco inesperado puede desprenderse de la cáscara oscura que resbala en contorsiones sinuosas.

Entra Juan Antonio chico, el que no tiene horario por falta de edad, y me pregunta de sopetón «¿qué es fidelidad, mami?» y sin darme cuenta le contesto que es acostarse toda la vida con el mismo hombre sin haber tenido la oportunidad de hacer comparaciones, y me arrepiento de inmediato, y le grito que el Larousse está en  el lugar de siempre, que es mejor que me lo pase, que no recuerdo bien, que para eso están los diccionarios, que...

Pero es cerca de la hora del almuerzo y sigo pelando papas porque me voy enredando en las tiras que caen, produciendo un efecto hipnotizador. Prendo la radio y la vuelvo a apagar, pues la música es la misma que pasan en forma persistente por los parlantes del supermercado, y la tengo tan metida en el laberinto del oído que no necesito hacer compras para seguir escuchándola.

No me va mejor en el cine porque, apenas escucho la voz que dice «el mundo al instante» y que no sé por qué siempre la relacioné con la de un enano, veo de nuevo su rostro, terso, transparente, sin cabellos revueltos ni marcas de almohadas, y los dientes blancos, tan blancos que da rabia, a punto de subirse a un tren que lo acercará a un puerto donde está anclado el barco para iniciar un recorrido de descanso y se diluya ese aire triste que da lugar a comentarios inconvenientes.

Se derrama la leche y no me importa tanto, a pesar de que queda pegada a los quemadores y resiste raspados que llevan pedazos de uña y piel.

Juan Antonio me pregunta si es una enfermedad; estoy distraída y no sé a qué se refiere y me dice eso de la fidelidad, porque él no quisiera tenerla.

Alguien golpea la puerta. Es la vecina que me alcanza una taza preguntándome si puedo prestarle un poco de azúcar que no alcanzó a comprar, pero que me la devuelve en la tarde, y yo la miro y sonrío, y ella sonríe también, y luego  lanzó una carcajada porque pienso, y eso sí es una enfermedad, que la «lady» aquella que tanto me inquieta no tiene a nadie a quien pueda sacar de apuro tan fácilmente, pues no ve mano alguna extendida porque otras se encargan de bajarlas para evitarle esa incomodidad y, ya cansada de pensar, lleno tanto la taza que desborda y me llena las zapatillas, pero no lo pienso más ni me importa...



 

Por la puerta oscura entreabierta

Duermo el sueño que va escapando en su propia dirección, pues la tiene, como el caminar o pensar, o el estrujar de ropa, o el anudarse los cordones, aunque el pensar puede llevar hacia adelante o hacia atrás, moviendo las palancas necesarias.

A veces aterrizo en lugares desconocidos, como si hubiera perdido el rumbo, donde todo es extraño, perturbado, indefinido, hasta hacerse increíble.

Por evocar he hecho un pozo profundo en la memoria.

Me pregunto si, cómo sucede con los espacios que dejan las muelas extraídas, se irá cerrando sin dejar rastros.

Y escribí la carta y la deposité con gran prisa.

Y él la recibió; estoy segura.

De lo contrario, no se hubiera comportado como lo hizo, recogiendo sus cosas, trasladando a otra habitación pedazos de tiempo entremezclados, fríos y cálidos, como una mezcla de estaciones.

Se llevó consigo hasta el silencio que era nuestro, que lo habíamos formado con esfuerzo para permitir que sanaran los roces que llegaban a quemar la punta de la lengua.

Y me dejó con las voces acusatorias que se desplazan con gran estruendo y se estrellan contra mis sienes, produciendo un zumbido que se introduce como barrena hasta formar una masa de arrepentimiento. Algo dentro de mí lo rechaza  porque me conozco, y él dice «te conozco demasiado», y conjugamos verbos iguales en tiempos distintos y vías paralelas.

El conjunto no es más que un desencuentro adquirido como una enfermedad, palpable en el brillo furioso de la mirada.

«Las lágrimas lavan las penas», decía la doble abuela, la que llamábamos bis-abuela, mientras entre los labios desmoldados por la falta de dientes asentaba un cigarrillo de tabaco negro.

Pienso que las penas, de tanto ser lavadas, pueden borronearse sin que se pierdan.

Y el recuerdo tiembla.

Y cuando tiembla formando esas ondas que bien pueden tratarse de delirio o decepción, según el lugar en que se encuentren, aparece el miedo y esas pequeñas cosas que pasaban casi inadvertidas con la rapidez de lo insignificante, las va aumentando el temor, hasta que el ahorro de palabras, por su causa, separa cuerpos y espíritus.

El silencio beneficioso, curativo, se distorsiona hasta sepultar el entendimiento.

Fue durante la primavera.

Siempre dijiste que mucho frío o demasiado calor no eran propicios para decisiones importantes.

A veces pienso que hay cosas que no deben ser iniciadas para no ser testigos de su término.

Era un convenio de palabra, como los que existían antes que hombres ilustres pusieran orden y todo tuviera que ser registrado sobre el papel, legalizado, antes de que algunas omisiones dieran lugar a mal entendidos de conveniencia    y fuera posible la introducción de «resquicios legales».

Pero la palabra que sólo se dice, impulsada quién sabe cómo o porqué, también se va borroneando, como las penas, o se gasta con el uso o el tiempo y de pronto, se escurre por esa puerta oscura que siempre está entreabierta, donde se extravía sin remedio.

Quizás porque no fuimos capaces de cerrarla.

Empezaste manipulando los brazos y hablándome de la «temporalidad de las cosas», buscando el pretexto de la puerta.

También eran palabras...

De tanto hablar me convenciste de las bondades de la tinta.

Por eso te escribí.

Fue una suma de palabras que me fueron molestando y que, sin embargo, nunca conseguí que tomaran la dirección de la puerta.

Más bien, quedaban atrapadas en eso que se llama memoria, un lugar intangible de funcionamiento alocado que graba o desgraba a voluntad.

Creo que, después, poco me importó que el verano se escurriera por la puerta entreabierta.

Entonces llegó la estación de la tristeza y todo fue cubriéndose de hojas pintadas por la melancolía y la nostalgia.

Es una estación difícil de enfrentar en soledad, de recorrer en silencio, de sentir el crepitar de las hojas bajo los pies sin levantar la mirada para sonreír al acompañante.

Y con la última hoja que se desprende para revolotear su entrega a la tierra, vuelven a lavarse las arrugas que ya están impresas por culpa de los pliegues que encogen el sentimiento.

Los labios se llenan de estrías por tenerlos apretados y, en medio de los ojos, un surco vertical los acerca.

Hasta la expresión se vuelve extraña con estos cambios.

Los amigos empiezan a notarlos, y encontrar a una «distinta».

Las miradas de reojo, de conocimiento cómplice, de superioridad porque lo de ellos todavía resulta, van ganando adeptos en la misma proporción en la que la otra parte queda sola.

He perdido la costumbre de dormir sola en una cama grande.

Sé que está al lado, en otra habitación, y eso agranda la cama.

Se van haciendo rutinarios esos ruidos que preludian el sueño -el tuyo- y que escucho todas las noches antes de caer en el mío, y me hacen buscar irrealidades necesarias para continuar con el acto de vivir.

Me doy cuenta de que he invertido mis necesidades, y corro el día para llegar por fin el momento mágico que desencadena el saber que sigues a mi lado.

Hasta que cesaron los ruidos, y la puerta entreabierta desplegó sus hojas.

Apareciste en el centro, con la maleta colgada de un brazo y el abrigo en el otro, y mi imaginación (que siempre la encontraste descabellada) cambió de lugar la escena, y me vi sentada en un cine, con la palabra «fin» apareciendo y desapareciendo en la pantalla, y luego unos números al revés en medio de resplandores intermitentes, hasta que las luces se prendían y todo quedaba en blanco.

Creo que eso también pasó en primavera, aunque no estoy segura, pues no lo he anotado, y todo lo que no se anota se pierde, aunque sí, fue en primavera, porque «no hacía mucho frío o calor para tomar decisiones».

He adquirido una actitud extraña. Dicen que es manía. Cierro las puertas que encuentro a mi paso, cuido el viento y los sonidos para que no escapen. Tampoco tengo interés en dejar entrar nuevos vientos o sonidos.

Quiero mantener todo igual, por si acaso...



 

 

Kosta

La conocí de niña, cuando la conciencia es tan desconocida como la salida de laberintos. «No se culpe a nadie de mi muerte. Mi vida la hice a mi manera, como la quise».

Eso leo todas las veces que la angustia me lleva al cementerio para acallar esos fantasmas que uno no quiere que mueran por completo. Pero tengo que hacer un esfuerzo para enganchar las letras y formar el nombre que el tiempo se empecina en borrar. Y son especialistas los grabadores e indeleble, según dicen, la tinta para recordar la memoria.

Quedo parada frente al mármol frío. Quedo parada, no sé para qué, o mejor dicho, sabiéndolo quedo parada. Mi mano recoge en forma automática una piedra pequeña, de las muchas que hay alrededor, como si las hubieran dejado adrede, y la pongo en un costado, encima del mármol, porque así es la costumbre y así sabrá que alguien vino a visitarlo.

Lo llamaban Kosta.

Es muy fuerte la imagen para que se pierda así no más. Me hubiera molestado esa conciencia infantil que no existe y la otra que sí existe pero de la que no se es consciente.

Y no quiero que me moleste, no por mí, sino por esa parte que es suya y que no quiero alterar.

Está parado, con el cigarrillo en la mano, o la mano en el cigarrillo siempre humeante que iba levantando un verdadero cerro en el escritorio por falta de capacidad del cenicero.

Insistía en que no era suya la culpa sino un problema de dimensiones, sin relación alguna con las necesidades verdaderas. De ahí las mangas excesivamente largas, o los brazos cortos, o al revés, o los altos o bajos, o la desproporción sin vueltas.

«Siempre hay algo que no funciona», solía decir.

El tiempo y él se desplazaban juntos hacia el mismo lugar. De lo que no estaba seguro era del camino, porque le gustaba cambiarlo así como se cambia de traje (aunque no se lo cambiaba), o como se cambian las escenas en el teatro, por la misma necesidad.

No era alto ni un gran galán, pero era él, dentro del nombre que se ajustaba como hecho a la medida. Colgaban los bigotes negros y un mechón del cabello negro, obstinado, también colgaba.

Llegaba a la hora en que el mate ya había sido domado por otras bocas, cuando la yerba no despide trozos que escalan la bombilla buscando la más mínima separación entre los dientes para instalarse.

Parecía calcular el tiempo para gozarlo en toda su esencia, cuando el recipiente se vuelve más redondo por haber pasado por varias manos. «Ayuda a pensar», decía, sin especificar si era el mate o el cigarrillo, mientras la lengua iba desenredándose y, subida a una alfombra mágica de palabras, conseguía dejarme embelesada con una expresión tonta a más no poder.

Mi enamoramiento llegaba a asfixiar la garganta.

Entonces decía, con la seriedad y convencimiento de mis ocho años intensamente vividos, «me casaré con Kosta».

Provocaba grandes carcajadas esa aseveración, que para mí no podía ser más certera.

Me daban un caramelo para neutralizar el brillo de los ojos. No me ayudó el dulce, pero sí esas aspiraciones profundas que a través de la garganta logran ocultar la vergüenza.

Sentada en una esquina, caía en la observación sin ser vista.

Eran épocas en que cierta palabra se pronunciaba cautelosamente. Nunca la aprendí entera, y del murmullo, sólo el «ista» me llegaba. Si se me ocurría preguntar «¿qué?», muchos pares de manos se movían para apagar el fuego en medio de «sh, sh», porque en mi conciencia casi se me dio por formar la palabra entera.

Decía las cosas con cierta displicencia, como no dándoles importancia, y nada era demasiado importante para él, «excepto lo importante», agregaba riendo.

Un diente de oro que asomaba con la carcajada era considerado «un recuerdo». «La verdad es que estaba algo suelto cuando el hombre dejó caer la mano», afirmaba.

No era necesario preguntarle el motivo, pues hasta su misma actitud se podía considerar motivo.

Por la misma razón se hizo viejo sin serlo, adelantándose al reparto natural de arrugas, a las que llamaba «la culpa de los otros».

No recuerdo cuántas veces atravesó el río, obligado por su lengua inquieta, para pasar algunas temporadas en tierras ajenas al corazón,  cuando el destierro no era tan frecuente pero sí notorio.

Volvía con «ganas recalentadas» y la congestión era evidente.

No tardaba en explotar en medio de apaciguamientos y consejos que nunca le sirvieron.

Creo que muchas cosas llegaron a «arreglarse», en medio de la conversación acalorada, que iba liberando deseos oprimidos. Kosta tuvo el valor de decirlas, sabiendo que, al escucharse, tendría que atravesar de nuevo el río.



 

El espejo en el tiempo

No pude dormir. Cuando sonó el despertador no me di cuenta si este me había despertado o si ya estaba despierta. No reaccioné, como todos los días, saltando de la cama para dirigirme en forma mecánica al baño, tomar de la misma manera el cepillo, ponerle la pasta dental apretando el tubo -que los demás presionaban justo al lado de la boca de salida para evitar el excesivo trabajo de hacerlo desde el extremo- en forma tal que para obtener mi parte cuando me tocaba el turno, me obligaba a hacer correr la pasta hasta rellenar la depresión que había quedado en el centro, consiguiendo por fin verla aflorar demasiado rápidamente sin poder controlar la cantidad necesaria, desperdiciando una buena parte de ella.

Corté el sonido del despertador y puse la mano detrás de la cabeza. Era extraño lo que se me ocurrió pensar en ese momento, flores. Cómo se ven cuando poco a poco pierden su esplendor y en forma lánguida, como desinflándose, se vuelven mustias.

A lo mejor me sentía un poco así, por eso esas imágenes. Me senté en la cama y bajé las piernas; ¿las había bajado o fueron cayendo solas? Pesaban una barbaridad. Busqué con los pies las zapatillas; encontré un solo lado y me la puse buscando con el otro pie el lado que faltaba; al no encontrarlo, para no agacharme, me saqué el lado que tenía puesto. Hice un esfuerzo por levantarme. ¿Tenía que hacerlo?

Todos los días desarrollaba una rutina sin preguntarme si era necesario hacerlo. Lo hacía  porque me había acostumbrado, porque era la parte que me correspondía dentro del ajedrez familiar. Nunca pensé si en algo variaría el resultado modificando el desarrollo de los pasos que daba. ¿O dependía de esto el resultado?

El rompecabezas tenía que cuadrar.

El sonido del despertador desencadena una acción programada cronológicamente, sin lástima de los que tienen que poner en marcha esa acción. Me paré. El piso estaba frío y yo algo marcada en la pieza a obscuras y por más que mentalmente conocía el sitio de cada mueble y aun en la obscuridad podía esquivarlos; sin duda, mi mente estaba tan a obscuras como el cuarto, lo que hizo que chocara con gran aspaviento contra el arcón puesto al pie de la cama, obligándome a pronunciar el primer improperio de la mañana.

Con una pierna sintiéndola más corta que la otra por el movimiento de balanceo para equilibrar el dolor, llegué al baño. Al abrir la puerta tuve que cubrirme la cara con los brazos para evitar el golpe de luz que entraba por la ventana. Me restregué los ojos para acostumbrarlos. ¡Qué enorme se veía el espejo encima del lavatorio! Levanté la cabeza y me miré. El espejo parecía opaco, sucio; con un paño lo froté, con fuerza, queriendo hacer desaparecer las rayas pegadas en el fondo, pero estas se movían haciendo inútil mi empeño. Me lavé varias veces la cara con agua fría, secándome cuidadosamente; volví a mirarme: aún seguían ahí las líneas que del espejo se habían trasladado a mi rostro; no recordaba haberlas visto antes.

Me quedé estudiando mi propia imagen reflejada  en el espejo, tratando de encontrar otros signos que se me hubieran escapado como las líneas que veía por primera vez. Me observaba sin verme, o no tenía la capacidad de hacerlo minuciosa y detenidamente, o tal vez no resulta interesante la auto-observación. Quise regresar a la cama pero, clavada en el lugar, estaba como hipnotizada por mis propios ojos. Flores. El narciso se inclina para admirar su reflejo en el agua, regodearse con su belleza, y la ilusión va aumentando como los círculos concéntricos que se producen al caer una piedra en su superficie. No buscaba belleza en la profundidad de la figura que era yo misma sin reconocerme. Sonreí, tratando de relajarme. No pasó lo mismo en el espejo. Me asusté. No parecía un espejo. La imagen no era reproducida, permaneciendo fija, convertida en una fotografía, mi fotografía. Eso necesitaba, que la imagen permaneciera estática para poder observarme. Y en la profundidad de los ojos que me miraban fijamente, vi una acusación, un reclamo a las tantas exigencias, a las metas marcadas, inamovibles, a la tranquilidad entregada a los nervios en progresión, a desafiar al tiempo en una carrera desigual, a pasar por la vida con los ojos vendados, a...

Me dolían las sienes. Abrí el botiquín que ocultaba el espejo y saqué dos aspirinas. Las tomé y volví a cerrarlo. La imagen se había ido. La busqué desesperadamente. Necesitaba encontrarme. Abrí de nuevo el botiquín y busqué en el interior. Volví a cerrarlo y, al mirar de nuevo el espejo, me di cuenta, con gran alivio, que de nuevo repetía mis movimientos aunque algo había cambiado en la visión distinta que reproducía.

Miré el reloj: la hora era la misma que cuando sonó el despertador.



 

Cuando las calles no estaban asfaltadas

De tan colgada, siempre en el mismo lugar, dejó de verse por evidente. Pero la evidencia se puso de manifiesto cuando desapareció. Y desapareció como si hubiera decidido volver a su lugar habitual para ser pisoteada, protegiendo la integridad de esas terminaciones que cabalgaban el deseo del pescante El ruido metálico lo hacía más gallardo, y daba la impresión de ser empujado por el viento. Pero eran otras épocas, el asfalto no había sido inventado aún y los adoquines eran peligrosos, resbaladizos, con recovecos que, de pronto, enganchaban la protección de las pezuñas y la herradura solitaria se perdía a veces entre colores parecidos. Pero alguien, de los que siempre andan buscando la suerte para recogerla, la encontraba, y el trofeo, ratificado por decires y creencias, era colgado en un lugar visible para que lo vieran los demás.

No importaba demasiado que el caballo la hubiera perdido. Había que cargar al herrero con esa culpa.

Tampoco era el caso de comprar una herradura nueva.

Era preciso encontrarla.

Como recoger la suerte que otro había extraviado, así era, y por eso de doble valor.

Así estaba, enganchada en un clavo en medio de los estantes del negocio. Había otros clavos donde colgar las tijeras o suspender la cinta de medir.

Pero la herradura tenía un lugar de privilegio.

Oxidada, con algunos agujeros ausentes por el uso, delgada hasta el punto de romperse, pero estaba ahí y parecía consciente de su misión, a carta cabal.

No era posible tocarla ni cambiarla de lugar.

La ciudad no era tierra de temblores ni desajustes naturales. Creo que de puro cansada o débil se cortó la curva que la sostenía y desapareció.

Su ausencia fue visible y mi padre, con la ira totalmente de su propiedad, empezó a culpar a todos y a temer desastres, y las palabras suaves o los calmantes en base a miel e hierbas olorosas no pudieron aplacarlo.

El miedo empezó a extenderse, a cundir como si se le hubiera dado cuerda. Y tomó también los sueños, y el caminar por la calle, y el levantarse con el pie equivocado, y el hablar más de la cuenta, porque también así era posible atraer la mala suerte.

El culpable, porque había que encontrarlo, fue buscado más que la misma herradura, y los clientes se convirtieron en culpables potenciales, y la rabia se apoderó de la cara de mi padre y formó otra, difícil de reconocer.

Fue ese día que apenas estaba amaneciendo, cuando por la ventana todavía se observaba una estrella prolongada, que golpearon la puerta de calle y mi padre, entre el resto de sueño, levantó el pasador de fierro y lo dejó caer sin darse cuenta, rompiendo algunas baldosas, porque le avisaban que alguien había visto la puerta del negocio entreabierta, forzada.

Encima del pijama se ajustó el pantalón, y con mi madre siguiéndolo y nosotros detrás en procesión de amanecida, llegamos para entrar sin llave, el candado inmenso en el suelo, abierto, casi como una herradura matándose de la risa, y el negocio entero dado vuelta, desordenado, con lugares vacíos.

Nos pusimos a recoger y acomodar, entre gritos y órdenes de mi padre que seguía culpando, porque el descuido de alguno la hizo desaparecer.

Las excusas fueron pisoteadas por inútiles y casi como amenaza: «¡hay que encontrarla!», rugió.

Ya no interesó lo robado e irrecuperable, aunque no existía eso que se llama «seguro», que apareció sólo cuando lo que se conocía por confianza desapareció.

El polvo acumulado en las estanterías se elevó primero para después caer blandamente sobre el piso, marcando las pisadas desesperadas en la búsqueda de la herradura, y me acordé, como una ráfaga de memoria escapada, del juego ese de niños en que se escondía un cinto y todos pendientes del ruido y los movimientos del que lo iba a esconder, a pesar de los ojos cubiertos, pero me di cuenta de que no era lo mismo, y más valía que me abocara al problema presente.

Mi madre, siempre amante de la limpieza, tomó una escoba para deshacer las pisadas que ya parecían invasión y tarareando un tango, no por molestar sino por costumbre, empezó a remover lo acumulado bajo el último estante, cerca del suelo.

Se sintió primero el ruido y después salió la herradura, llena de polvo, con un pedazo menos  que incluso variaba su forma.

Más furioso que nunca, mi padre ordenó que la tiraran lo más lejos posible, que eran cosas de viejas, que cómo pudo él creer semejante idiotez, que eso era de brujas, y no tenía la menor duda de que la suegra... pero ahí no más se detuvo.

Las calles se asfaltaron y los carros con caballos se hicieron poco frecuentes.

Además, era difícil que perdieran herraduras en terrenos tan lisos.

Aparecieron candados en forma de herraduras y llaves inmensas que podía casi traspasarlos hasta escuchar el «clic» que bajaba la guardia.

Y se pusieron varios compitiendo en tamaño.

Y se tomaron seguros porque nada era como antes, y las herraduras desaparecieron porque no supieron justificar su historia.

¡Creer en esas cosas sin fundamento!

Claro que no soporta pasar bajo un andamio porque, como bien dice mi padre, nunca nada le ha caído de arriba, y no sea que de repente se acuerden de él...



 

Antes que todo lo borre el viento

Así se llamaba, Tránsito, o la llamaron desde ese día en que rompió la cortina que la separaba del mundo, desde ese momento en que no dejó de mirar y ver con esos ojos tan redondos de asustados, o puestos en un molde para que así fueran.

Llegó al pueblo con la mano solitaria colgada de la de su madre, tan solitaria como la suya.

Nació porque no tuvo otra alternativa, porque ya estaba lista y esperando.

Quizás por eso su inicio fue desganado y su cara continuó con sabor a llanto para no intentar nada nuevo.

Las dos juntas hacían una sola, soledad digo, grande como las cosas malas dejadas de cualquier toque de suerte, de un golpe de magia.

El viento barría la lluvia, pero el capricho era más fuerte, como suele ser, y dio la impresión de seguir lloviendo.

Era una lluvia extraña, de esas que escapan como perseguidas por hombres a caballo, quizás para asustar su memoria.

Porque parecía agua...

Un relincho elevó patas, cortando lluvia y viento.

Fue rápido, muy rápido y casi nadie se dio cuenta porque no había gente en el pueblo, tampoco caballos, igual que en el cine cuando los pueblos se cansan de gente y sólo el polvo recorre las calles llenas de abandono.

Pero están Tránsito y su madre, buscando con ojos y piernas y espacio con tiempo, espacio  interminable de pueblo solo, dormido, soñando trajines que ya no tiene.

La niña levanta los ojos y pregunta, sólo con los ojos, temerosa de sonidos que incomoden el silencio.

Hay un bar de polvo, de sombra, de película, quizás, surgido por la presión del deseo.

Adentro, un hombre del color de la tierra, cicatrizado de polvo en rayas oscuras y más claras metidas en la rigidez de un rostro, o rastro de rostro.

La madre aprieta la mano de la niña, aunque ya estaba apretada.

La aprieta con derecho de posesión, de límite de esfuerzo, de ganas nada más de sentirla.

No tiene edad, ni parece haberla tenido.

Lleva un cansancio acumulado que desliza la cara hacia abajo, madona pintada al descuido, mujer que nadie reclama.

Se pasean en la indecisión de la pregunta, en el temor de lanzarla.

Pero están allí.

Para algo llegaron gastando suelas, desmoldando zapatos, masticando la polvareda que el viento reparte como panes, como resto de lo que no existe.

El hombre no está solo.

A su lado, una mujer de trapo, blanda de carne sobrante.

Seca un vaso y las mira a través del vidrio del vaso en el aire.

Recoge la cara en la transparencia.

Es un apretón de cara, cara de vidrio quebrado.

Desaparece porque no es necesaria, y se pierde en una abertura de cortina que empuja.

Están adentro, en ese interior agresivo de paredes que cortan como lluvia de cuatro aristas, lluvia que nunca cae, imaginación de lluvia que se presiente, que se huele por otra necesidad jamás consumida.

El pueblo es una mancha sin forma a punto de salirse de su engarce.

Y él está ahí, después de todo, después de ella, después de Tránsito.

Ella olvida lo que trae escrito en la memoria, marcado en el recuerdo, apuntado o apuntalando, atizando las cenizas para buscar restos de fuego en ese duelo de ojos, de actitud.

Lo ve cubierto de cansancio mohoso, arrumbado como prolongación de mueble en ese espacio detrás del mostrador, esperando las motas que trae el polvo con forma de hombres que se apuestan en esa manga de desierto, donde se olvidan palabras, donde los gestos se afinan, donde el vacío cae con forma.

Un escozor la revuelve, le recuerda que está parada con una carga que va a estallar.

«Es tuya», le dice, volviendo a apretar la mano de Tránsito.

«No tengo nada mío», él retruca como si fuera un juego, tomando un vaso para esconder la cara, lo que le va quedando en ese desfiladero de restos que oprime hasta que todo se desgasta.

Ella siente que no debe estar donde está.

Y lo supo antes de llegar, en ese empeño crónico de enfermedad llevada de nacimiento.

Lo busca con los ojos.

Pero está el vaso.

Parece no sentir el hombre, no darse cuenta, no sangrar por dentro con la fuerza normal de líquido que debe desplazarse para estar vivo.

Quizás eso pasa, que no está vivo.

Es sólo cuerpo de polvo amoldado, negación de hombre, y el resto, molde acomodado en esa negación.

Entonces, la mujer se da cuenta que todo esta muerto, muerte de lluvia, soledad muerta que se entiende con los que ya están acabados, transportando arena en vientos cómplices, cubriendo hasta que el llano olvide esa manga, ese pedazo forrado que parece auxilio de fugitivos, de desahuciados, y busca desesperadamente con Tránsito en su mano los pasos marcados, el escape en ese mapa, la salvación antes que nada, antes que todo lo borre el viento.



 

 

De sobra

Es tarde. Siendo que me he levantado, aunque el cuerpo arrastra un sueño no dormido. Por la ventana entreabierta, una luz nublada. Me cuelgo de la cinta que la enrolla y la luz nublada se agranda.

Me ocurre algo extraño en los últimos tiempos; se me corre un día, lo extravío en algún lado y vivo un día adelantado que no es el de los demás y me hace distinta.

No es cuestión de que mire detenidamente el calendario para convencerme.

Es que lo siento.

Lo más terrible es que me produce una serie de contratiempos que, por esa misma razón, hace que lo pierda. Lo que no entiendo es la relación con el día ganado que me hace perder tiempo.

Pero es así.

Llego apurada a funciones que no se realizan, marco citas que no resultan y, al final, creo que es una acción coordinada en mi contra.

No es algo que invento o voy creando en un impulso imaginario. Es real.

Sentada en la sala vacía del teatro, protesto por la ausencia de los actores que me pertenecen por el precio que he pagado.

Nadie parece escucharme.

Dicen que así se comienza, pero no me dicen qué es lo que comienza así.

Es como una confabulación entre los que saben y yo, que lo único real aparentemente en mí es el haberme levantado.

El agua está fría. O se ha enfriado, o no la pusieron a calentar.

En ese proceso sin importancia puede introducirse un día completo, pues es a la noche que se levanta el interruptor para hacer funcionar el sistema. Si no se ha levantado es porque no había llegado el momento, o quizás algún día tan rebelde como yo decidió no tener noche y por eso me sucede eso de que me sobra un día.

Tengo que recordar, hacer un esfuerzo, aunque cuando algo está borrado sencillamente no puede verse. No trato de contradecir, pero quiero que me entiendan.

Tampoco recuerdo haberme levantado con el pie izquierdo, que supone una alteración del orden de las cosas.

El camisón, con un borde descosido y las zapatillas con suelas de goma que levantan un quejido del parquet con cada articulación, hace más dramática toda mi figura y la entrada nada triunfal en un tiempo adelantado.

«Se le ha dado por no vestirse», escucho decir a alguien. Pero si estamos en tiempos distintos, ¿qué les importa?, pienso, aunque no sé exactamente por qué no tengo deseos de vestirme. La verdad es que es una forma de tomar las cosas y no es necesario ponerle adjetivos.

Son ellos los que tienen que apurarse para poder alcanzarme. Los miro con un aire de superioridad y dicen que es otra de mis manías, pero no es cierto. Es sólo que gozo por anticipado pensando en todo lo que todavía tienen que hacer, y que yo ya he hecho.

Nunca pensé que un día hiciera tanta diferencia, ni que pudiera dividirse en mentiras y verdades.

Me han dejado sola en esa habitación nublada. Insisten en que el sol está más fuerte que nunca, y yo río porque sé lo que les espera.

Hoy es mi cumpleaños, no, mañana. Soy joven y eso les molesta. Sobre todo por ese día que no conocen, que no lo tienen.

¡Qué pueden saber! Se pasean entre soles de días pasados. También hablan de «embarazo psicológico», por eso de los camisones sueltos. Como si el dolor de cintura lo sintieran ellos.

El médico me dijo que descanse, que es mejor para mi estado. Creo que le haré caso.

Necesito dormir, pero es de día.

Dicen que no me preocupe, que tengo el horario cambiado. Pero recuerdo que ya lo tuve cuando era niña. ¿Por qué otra vez?

Duermo, pero tengo los ojos abiertos. Siento que me los cierran. Hay gente, mucha gente. Hablan en silencio. Alguien recuerda lo buena que había sido. Pero no me lo dijeron o, a lo mejor, pensaban hacerlo ese día que les llevo de ventaja.

 

 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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