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Alicia Bravard (+)

  PAISAJE - Óleo de ALICIA BRAVARD


PAISAJE - Óleo de ALICIA BRAVARD

Pintura de ALICIA BRAVARD

Colección Privada - Estados Unidos.

(Recepción por correo - Enero 2011)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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LECTURA RECOMENDADA:

MÚSICA PARAGUAYA

 

 OGUE JHA JHENDYVA

Letra de EMILIANO R. FERNÁNDEZ 

 

 

 OGUE JHA JHENDYVA 

 

 

Jhetáma co ajhendúva mita cuéra oikeramóva

ocu'e porä poräva jha ose yeynteva upépe

ojhai pete'ï mocoi umi verso iporo'óva

jha upégui ava arataicha ico'ëvonte ogue.

 

Jheta réra añongatu jha areco che cuatiápe

piriri jha pororópe oñepyru vaecue oserevi

aga umíva oime ajhendu jho'apa tape cuape

ndojheréi mo'äi jhuguy oicatairö nuati.

Fuente:

CANCIONES PARAGUAYAS DE AYER Y DE HOY - TOMO I

Recopilación:

MARIO HALLEY MORA

y

MELANIO ALVARENGA

Ediciones Compugraph,

Asunción-Paraguay 1991 (192 pág.)

 

 

 

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LECTURA RECOMENDADA:

 

LOS HABITANTES DEL ABISMO

Cuentos de 
(Enlace a datos biográficos y obras
en la GALERÍA DE LETRAS del
www.portalguarani.com )
Edición digital: Alicante :
Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001
N. sobre edición original: 
Edición digital basada en la de Asunción (Paraguay),
Ediciones Norma Bresanovich, 1989.
 
 
 
EXORDIO

En el virtual espacio (si existiere) entre el «realismo mágico» (Arturo Uslar Pietri) y lo «real maravilloso» (Abel Posse), se instalan estas narraciones de Mario Halley Mora. Esto responde más que a una adscripción a modas o escuelas contemporáneas, a la filiación de un impulso intelectual que intenta salvar (con todos los riesgos), la frontera potencial que delimita la imaginación de la fantasía.
Es cierto que es muy sutil, convencional y hasta arbitrario diferenciarlas, y que ello obedece fundamentalmente a las respuestas que se den a ópticas filosóficas o teorías estéticas afines, pero si la fantasía es el último tramo de la imaginación y si se la puede connaturalizar con el sueño antes que con los resultados de las representaciones sensoriales y la memoria reproductiva, ella es el ámbito genuino de este libro. Wolfgang Kayser, llamaría a esto «actitud narrativa», por cuanto la misma deviene de la «relación del narrador con el público y con la materia» (objetividad). Y porque ello establece el vínculo esencial con el estilo de la obra.
Pero se caería en un error si se pensara que «pivotear» la fantasía, en una narración, confina a ésta, ineluctablemente, a los dominios claramente circunscriptos de la «literatura fantástica», en sus diversas modalidades.
Lo que el narrador paraguayo pretende es la comprehensión empática de realidades fantásticas y no la mera aprehensión de fantásticas irrealidades. [II]
Decía Aldo Pellegrini que: «La realidad y el hombre son dos procesos que transcurren paralelos y parecen destinados a no encontrarse jamás».
J. B. Vico, podría explicar esta aguda observación, como consecuencia de la imprecisión de lo real, que para el pensador napolitano «es justamente todo lo contrario de lo claro y lo distinto». Buscar un punto de coincidencia, parece ser la empresa, unas veces, prometeica, otras veces epimeteica de este libro.
Los hitos que enmarcan el recorrido de estas ficciones pueden ser nítidamente enumerados así: lo real mágico, lo mágico real, lo «real maravilloso».
Mas el objetivo de Halley Mora no es referencial (la naturaleza, el medio, el hábitat) sino central: el hombre real, que no es precisamente el hombre «normal», ya que como señaló C. G. Jung, corrientemente, este está concebido como hombre «propiamente ideal».
Además Halley Mora percibe con lucidez que el destino no procede «humanamente». Por lo contrario, despliega una conducta irracional e incongruente. Y cuando el destino humano desborda sus propios cauces, su energía inmanente «se estanca y se vuelve destructiva».
Esta es la clase de seres que visualiza el narrador paraguayo, que no se conforma con la imagen superficial que estos proyectan, porque la seguridad aparente referida al comer y el dormir, esconde una dimensión acallada, pero no por ello menos feroz, de ambiciones frustradas, apetencias insaciadas y rebeldías contenidas.
Poner en la lupa sus causas, formas y efectos, inventariar sus modos, sus tipos, sus géneros, son los cometidos del narrador.
«Los habitantes del abismo», es una obra que enfoca más que «todo lo de siempre», «todo lo de nunca» de la realidad paraguaya, es decir, que da cabida a lo que se supone y por eso no se dice, a lo que se imagina y por eso se descuenta. Sólo que el «descontar»de Halley Mora, no es la asunción displicente y pasiva de un asentimiento tácito, sino un intento serio de [III] acendrar la realidad que emerge de la resta de la realidad vivida menos la realidad no vivida, que el autor certeramente, la intuye no menos viviente por ello.
«Descontar», también, supone una «decomposición» del lenguaje, una inversión del flujo narrativo, un imperativo comienzo por lo último, un tratamiento «sincrónico» de la materia, que explique por su estructura los procesos de cambio histórico-temporales que la precedieron y no a la inversa.
El «abismo» es precisamente en esta narración el sitio donde no existe el «tiempo histórico», donde sigue imperando la cronología de los ritmos de la naturaleza, pero donde, por otra parte, el espacio se transforma y con él, inexorablemente la substancia de la realidad, con la irremediable tensión que ello apareja para la conciencia de los que viven los términos de la contradicción («los habitantes»). La lucha absurda por querer transformar el espacio y sus elementos y querer, sin embargo y contrariamente, detener el tiempo, es la clave angustiante de este cuento, que marca el ritmo de los demás. Pero esta clave no está abordada metafísicamente, sino a través de sus expresiones y símbolos sociales, culturales y políticos. El contrasentido de instituciones obsoletas, las ritualizaciones contraculturales, las prácticas y costumbres subcivilizadas aparecen denunciadas en el discurso narrativo, no ideológica sino moralmente, no programática sino histriónicamente, no racional sino estéticamente. No está, por ello, la obra construida sobre la lógica sino sobre los sueños. Su textura, consecuentemente, en su mayor parte, es paradojal, tiene la calidad irracional del anticuento.
En la cuentística de este narrador, es esta obra, su aportación más significativa, más honda, más original. Pero lejos de cerrar un ciclo narrativo, ofrece, más bien, la impresión de abrir otro, como si toda su obra fuera una red expandida de vasos comunicantes, que no se ocluyen nunca, sino que multiplica sus contactos, funda nuevos parentescos, e incorpora nuevos valores. Hecho, por lo demás, harto explicable en un autor de la talla de [IV] Halley Mora, que ha encarado su vasta obra como un «proceso» a la realidad paraguaya, con las falencias propias a esta clase de trámite, pero, también, con hallazgos de piezas excepcionales, que no le son ajenas, y que resultan indispensables e insustituibles en la compulsa histórico-cultural de un pueblo.
Padre de su propia obra, tanto como hijo de la misma, Mario Halley Mora, es uno de los escritores más representativos del Paraguay contemporáneo.
ROQUE VALLEJOS
 
 
 
 
LOS HABITANTES DEL ABISMO (CUENTO)

* Hubo cierta conmoción cuando con el camión que aparecía periódicamente -la última vez, seis meses antes- llegó la nota con la firma del Presidente del Directorio autorizando el traslado a Asunción de don Nicanor Pérez.
* En realidad, no era un traslado lo que se había resuelto, sino sucedió que allá en la Casa Matriz alguien había recordado que don Nicanor ya tenía como 81 años, y cerca de sesenta como empleado de la firma. Bien podía ser que le esperara una jubilación de sueldo completo, y una fiestecita de despedida, y el obsequio de un reloj de oro, una máquina de lujo de medir el tiempo, que a los 81 años sirve para nada.
* Para más, y para irritación de todos, don Nicanor se negaba a marcharse. Nadie podía rechazar una resolución sacrosanta de la Casa Matriz. De la Casa Matriz, nada menos. Y no sería aquel viejo arrugado y caprichoso y senil quien pudiera interferir la armoniosa maquinaria, aceitada con obediencia y espíritu empresarial.
* -Es que no tengo dónde ir... -se quejaba.
* -Tus parientes...
* -Me habrán olvidado, o ya no están. Hace más de cincuenta años que estoy aquí. Soy de aquí. Soy de aquí. Soy esto. -Y abarcaba con la mirada las polvorientas oficinas, los depósitos de mercaderías, los inacabables mostradores delante de las inclinadas estanterías.
* -Con la Firma no se discute -le decían. Y no era una sola voz, sino un coro de voces, donde se distinguía la voz ronca de don Anselmo, Gerente de Sucursal. La voz tabacal de don Narciso, Contador General, y la voz del Jefe de Depósitos, y otras voces atornilladas a la Firma.
* -¡Soy Jefe del Depósito A! -se defendía don Nicanor.- ¿Quién cuidará del Depósito A? ¿Quién va a hacer el inventario mensual, en triplicado? ¿Quién, quién, quién?
* Entonces todos se azoraban. No habían pensado en ello. ¿Qué sería del Depósito A sin el control responsable de un Jefe que hiciera mensualmente un inventario por triplicado?
* Fueron en tropel detrás del Gerente General que corría a su oficina para darle una nueva lectura a la carta de la Casa Matriz. El gerente General la volvía a leer y los demás la leían por encima del hombro del Gerente General. Se miraron extrañados. La carta no decía palabra alguna sobre quién reemplazaría a don Nicanor en el puesto de Jefe del Depósito A. Era consternante. La propia Casa Matriz produciendo una quiebra en un orden de cincuenta años, de más de cincuenta años.
* -Señor Gerente General -decía don Narciso, el Contador General, rascándose las peludas cejas como siempre hacía cuando algo le preocupaba-. Sugiero que con el debido respeto elevemos a la Casa Matriz una nota rogando aclaración sobre el punto. Don Anselmo reflexionaba profundamente, y dijo lo que siempre decía cuando no tenía nada que decir.
* -Racionalicemos.
* Era como una señal, una clave para que todos callaran y esperaran los resultados de la racionalización que se producía en el cerebro del señor Gerente General. Por fin, don Anselmo continuó:
* -Existen varios hechos...
* Cabezas calvas, cabezas grises, cabezas blancas asentían al unísono. Varios hechos.
* -El primero, que don Nicanor regrese a Asunción -un dedo se elevaba significando el primer hecho.
* -El segundo -otro dedo-. No tenemos órdenes con respecto a la Jefatura del Depósito A.
* -El tercero -otro dedo-. Que debemos enviar una carta solicitando instrucciones.
* -El cuarto -cuatro dedos-. No tenemos forma ni de enviar la carta ni de enviar a Asunción a don Nicanor, porque el camión ya se fue y sabe Dios cuándo volverá. Señores... ¿alguien tiene una idea de la solución que podamos dar a este asunto?
* Se levantó una mano. Era la forma ritual de pedir la palabra.
* -Si me permiten... -era don Pablo, el Tenedor de Libros-. Estamos dramatizando mucho -al decirlo se arrugaba con timidez, temeroso de haber sido demasiado audaz.
* -¡Explíquese! -la orden del Gerente General era tajante.
* -Sucede que... -vaciló, aspiró aire, se atrevió-. Bien mirado, no es mucho trastorno que el Depósito A quede sin Jefe.
* Le miraron escandalizados.
* -Como hace cuarenta años está vacío -susurró el Tenedor de Libros.
* Un coro de protestas llenó la polvorienta oficina del Gerente General. Este levantó la mano, requiriendo silencio.
* -Para conocimiento del señor Tenedor de Libros -la voz de don Anselmo era helada- lo importante no es que el depósito contenga algo, sino que sea Depósito. Está allí ¿no? Es parte de la Sucursal ¿no? Forma parte de la Firma ¿no? Es nuestro trabajo ¿no?
Todos asintieron con energía, y un rumor de aprobación se alzó en el despacho, con mayor acento en don José, Jefe del Depósito B, don Rubén, del Depósito C y don Aníbal, del Depósito D, que también estaban vacíos.
* -Es que sólo pensaba que... -débilmente, don Pablo, el Tenedor de Libros, trataba de defenderse.
* -¿Está poniendo en duda las atribuciones de la Casa Matriz? -le cortó don Anselmo.
* -No, no, no -repetía aterrorizado don Pablo.
* -¡Entonces no se hable más del asunto del [4] Depósito A!
* -Pero queda el problema de qué hacer con don Nicanor -dijo don José.
* Otra vez reinó el silencio confuso, dudoso. Una mano se levantó.
* -Tiene la palabra, don Aníbal -concedió el Gerente General, dirigiéndose al Jefe del Depósito D.
* -Me pregunto si en los estatutos no hay algo referente a esta cuestión.
* -¡No tenemos estatutos! -le replicó don José.
* -Pero los tiene la Casa Matriz -intervino irritado don Pablo- ¡Y puede aplicarse a una Sucursal! -Miró a su contendor con aire vidrioso, y de reojo a don Anselmo, a ver si ese había anotado un punto.
* -Racionalicemos -decía don Anselmo. Y el silencio se aposentó. Don Anselmo prosiguió: -Es un hecho que la Casa Matriz tiene sus estatutos. Pero... ¿Alguien está enterado si los estatutos de la Casa Matriz dicen que una Sucursal tiene atribuciones para aplicar esos estatutos?
* Todos bajaron la vista, avergonzados de no conocer los estatutos de la Firma. Don Anselmo tampoco los conocía, pero estaba en Juez y allí se quedaba, aunque le resultaba molesto que todos estuvieran esperando que dijera algo aclaratorio.
* Oportunamente para él, el reloj de pared dio las siete campanadas de la tarde.
* -Hora de cerrar -dijo don Anselmo, y la antigua maquinaria empezó con el ritual de medio siglo, y un poco más.
* Don Pablo se marchó a vigilar que los dependientes de mostrador hicieran su correspondiente balancete del día, mientras el sereno cerraba cuidadosamente las cuatro puertas que daban al exterior, todas con doble cerradura y además, la barra de hierro de seguridad. Don Narciso fue a instalarse en la Caja, a vigilar el arqueo y comprobar que los ingresos coincidieran con los balancetes diarios. Más tarde recibiría el «parte del día» de los depósitos A, B, C, y D, para entregar después copia de la carpeta de documentos al Tenedor de Libros, y los originales y la suma recaudada al Gerente General, el único que tenía la combinación de la Caja fuerte. Ese día estaba un poco desconcertado porque no atinaba a resolver si debía recibir o no el «parte diario» del inestable don Nicanor, Jefe del Depósito A. Decidió recibir el «parte» y ponerle debajo una observación a modo de constancia, no sea que fuera acusado después de negligencia o de imprevisión.
* Poco a poco el ceremonial diario se cumplía hasta que la enorme nave del Almacén de Ramos Generales fue quedando vacía y silenciosa. Como correspondía, los dependientes fueron los últimos en marcharse, y don Anselmo, el Gerente General, después de comprobar personalmente la seguridad de las puertas bien cerradas, hizo un gesto de asentimiento al sereno, y este apagó las luces.
* Durante mucho tiempo, el sereno dormía en un catre, dentro del inmenso almacén, con sus estanterías obscuras y sus mostradores rajados. Pero unos 25 años atrás, descubrió que era supersticioso, y que el vasto recinto parecía una catedral muerta. Además, había crujidos provenientes de las estanterías y del mostrador. Y ese olor de cebollas podridas no resultaba muy agradable al olfato. En la obscuridad, las docenas de escobas puestas en un barril, le parecían brujas de erizada cabellera contemplándolo desde las sombras. Además, aquellas oxidadas latas de carne conservada y sardinas dejaban escapar vapores que brillaban, como almas en pena salidas de sus ataúdes. Los arruinados fardos de tabaco parecían latir como corazones asustados, y el en un tiempo agradable aroma de la alfalfa, se había convertido en olor a estiércol. Entonces decidió llevar su catre al Depósito D, cuya llave tenía en su llavero múltiple, y allí durmió desde entonces, sin cuidarse mucho de que todos daban por sentado que seguía durmiendo en lo que llamaban la «nave», sin conocer nunca la razón de esa denominación fluvial.
* Esa noche, en el sector Viviendas del Personal nadie podía dormir, desvelados por el problema que había venido a poner una tuerca suelta en los engranajes de la maquinaria que funcionó bien durante cincuenta años, y más de cincuenta años. El más insomne era el causante de este evidente malestar general, don Nicanor. Previendo que el disgusto le produciría dispesias y flatulencias nocturnas, sólo cenó una taza de infusión de hojas de naranjo con leche, y dos galletas. Evitó el ataque de los gases, pero no pudo conseguir conciliar el sueño. De modo que se levantó, cruzó el gran patio de descarga bordeado por un lado por la mole del almacén, y por los cuatro sombríos depósitos A, B, C y D, que formaban juntos los tres lados de un cuadrángulo. El cuarto lado correspondía al sector de Viviendas del Personal, una estrecha fila de casitas dormitorios, entre las cuales sobresalía, por más grande y cómoda, la vivienda del Gerente General.
* Don Nicanor cruzó el gran patio, tomó por el pasadizo de Acceso de Vehículos y salió por el portón al camino, o a la calle, o a como se llamara ese enorme trozo de carretera arenosa que pasaba por delante del Almacén de Ramos Generales. Don Nicanor cruzó la calle y se detuvo allí donde debía estar la acera opuesta, pero no estaba, porque sólo estaba la alambrada de La Propiedad, y más allá de la alambrada, un matorral raquítico y algunos árboles de troncos delgados y flexibles que habían sobrevivido después de...
* -¿Después de qué...? -se preguntaba don Nicanor, que había estado en la Sucursal desde que se fundara. Miró La Propiedad desolada e interminable, bajo aquella luna llena de agosto, un poco fría para sus huesos.
* -Después del fracaso -se contestó a sí mismo- recordando que... ¿cuántos años hacía? Incontables años. La Propiedad (¿15.000 hectáreas? No lo recordaba muy bien) fue adquirida por una firma, o no, por alguna entidad de vaya a saber qué parte del mundo para instalar allí una Comunidad Rural Modelo (se sorprendió de lo [7] bien que recordaba) con familias de refugiados (o ¿«apátridas»? Podía ser) que en alguna parte de Europa, Hungría o Polonia, o algunos de esos países que siempre estaban en guerra, habían quedado sin país. Vendrían a instalarse allí con sus tractores, sus carros de cuatro ruedas, sus caras rubicundas bajo anchos sombreros y sus mujeres gordas y silenciosas con un pañuelo en la cabeza. Y sembrarían toda la tierra, construirían sus viviendas de madera cepillada, y tendrían corrales para sus lecheras y graneros y caballos de tiro y pozos de agua con sus bombas de viento. Se oiría de noche el prometedor crujido de los maizales y se vería de día perderse en el horizonte el verde ondular del trigal. Quinientas familias, nada menos. En la Casa Matriz de la Firma, alguien pensó que el negocio estaba en instalar la Sucursal en la acera de enfrente de aquel emporio por nacer, y sin perder tiempo levantaron aquella mole del Almacén de Ramos Generales, en rigor, Almacén de Ramos Generales-Frutos del País-Acopios y Suministros, con sus Secciones de Almacén, Ferretería, Tejidos y Artículos para el Hogar, sus cuatro depósitos, el Acceso de Vehículos con su báscula y sus Oficinas Generales estratégicamente ubicadas para ver por la ventana sur el patio de descarga, por la ventana norte la calle, y por un mirador interior, con vidrios, la nave comercial. También habían proporcionado el camión Dodge, de 7 toneladas con su correspondiente conductor que había muerto como treinta años atrás, y desde entonces el camión empezó a podrirse en el patio de descarga, reposando sobre sus llantas, porque las gomas estaban hecha tiras.
* La Comunidad Rural Modelo jamás nació. La Propiedad que fuera en principio una apretada floresta padeció de las incursiones que la devastaron. La primera, como 25 años atrás, de los «madereros», que traían tropas de hacheros y cortaban los árboles grandes y se llevaban los troncos en aquellos poderosos camiones. Después llegaron los «leñeros» que acabaron con lo raquítico que habían dejado los «madereros», y finalmente los «carboneros» que cortaban a machetazos lo que quedaba. Con las lluvias, los raudales arrastraban grandes, espesas sopas de barro, y La Propiedad se volvió desolada y arenosa.
* Pero el Almacén de Ramos Generales persistió, o lo olvidaron allá en la Casa Matriz, o pensaron que desmantelarlo era más caro que sostenerlo, y allí quedó, con su personal envejeciendo y muriendo, su báscula trabada hacía decenios, el camión podrido en el patio y las mercaderías cubiertas de moho y de polvo en las estanterías, donde de vez en cuando estallaba misteriosamente una lata de duraznos en almíbar, ocasionando que el Tenedor de Libros tomara nota, lo comunicara por escrito al Gerente General, que providenciaba para el Contador General que asentaba en sus libros la pérdida.
* Don Nicanor miró la mole obscura donde había llegado a los 22 años, y se sintió orgulloso. La Casa Matriz no podía quejarse. No era culpa de la Sucursal que la Comunidad Rural Modelo no se fundara y que los «refugiados» no vinieran. Pero nadie podía decir que la Sucursal no funcionaba como una máquina aceitada, cumpliendo puntillosamente con todos los rituales, aunque los Jefes de Depósito no tuvieran nada que inventariar, la báscula nada que pesar, la Caja una sola moneda de que dar cuenta y los libros Mayor y Diario sólo contuvieran fechas y vacías sus columnas. Pero eso sí, siempre al día
* La Sucursal se justificaba a sí misma, como un dinosaurio en paz con su conciencia de dinosaurio. De menor importancia era que La Propiedad fuera un erial interminable y que la erosión había secado los arroyos. La Sucursal estaba allí, funcionaba, emplazada en aquella altura donde terminaba una cuesta del camino y empezaba el descenso, como una atalaya dominante de un vasto contorno, aunque ese contorno estaba vacío en diez leguas a la redonda.
* Por cierto -se decía don Nicanor- a veces se sentía el peso de la soledad (¿o la futilidad?) pero eran sólo momentos fugaces de pesimismo, o de depresión. No le habían mandado a contemplar paisajes, sino a trabajar en la Sucursal, y lo había hecho. Nadie podía reprocharle nada.
Habían pasado así algo más de cincuenta años. A veces, la novedad y el alboroto rompían la armoniosa comunidad de disciplina empresarial (cuyo celoso custodio era el Gerente General, al mérito, mérito) cuando aparecía el camión de la Casa Matriz, con un chofer gordo y un auxiliar de Contaduría imberbe, que traía algunas notas y se llevaba una carpeta con las novedades del semestre. Después todo volvía a la normalidad.
* Una sola vez, conforme recordaba don Nicanor, se produjo la intrusión de aquellos japoneses sobre un alto y monstruoso vehículo lleno de engranajes por debajo, y llevaban rifles e incontables cámaras fotográficas, y se detuvieron delante del Almacén, descendieron del vehículo y entraron en tropel, parloteando palabras de una sola sílaba. La esperanza de vender algo galvanizó a todos, y hasta el sereno rompió la consigna de permanecer de guardia en el patio de descarga para asomar curiosamente la nariz en la nave. Pero eso sí, todos tuvieron la elegancia de no mostrar el desencanto cuando sólo pidieron agua para el radiador del monstruo motorizado. Después volvió la monotonía.
* ¿Monotonía? -se reprochó don Nicanor. Aquello no era justo. No podía entregarse a la chochez de llamar «monotonía» al trabajo de toda su vida. La Casa Matriz había creado la Sucursal. La Sucursal era la responsabilidad de todos, y entre todos la tenían funcionando. Era lo que se esperaba de ellos, y lo que ellos hacían. Las calificaciones estaban de más, se decía don Nicanor.
* Un dolor lacerante le atenazó el pecho. Era la tercera vez que le sucedía en una semana. Pero este dolor era distinto, porque contenía un elemento final, un desprendimiento desgarrante. Le ordenaban marcharse. ¿Adónde? ¿Acaso había otro lugar donde la vida era posible además del Almacén de Ramos Generales? ¿Vida? ¿Acaso le ofrecían vida? ¡Le estaban ofreciendo muerte! La voluntad de la Casa Matriz era que muriera. Semejante conclusión lo deslumbró. Con paso tardo regresó a su dormitorio. Tomó una cuerda, le hizo un lazo que se pasó por la cabeza, trepó a una silla y ató al extremo de la cuerda a la viga. Dio un puntapié a la silla y murió.
* Don Pablo, el Tenedor de Libros, tampoco podía dormir. Sabía que había tenido razón en su discusión con don José, pero pasaron por alto la lógica de su razonamiento. Estaba irritado. Vivía irritado. No se trataba de irreverencia contra la Firma ni con la Casa Matriz -Dios me guarde- sino de algo más denso, más indefinible, que estaba de nuevo allí, y le hacía murmurar «no tiene sentido». Se sorprendió de que aquella voz fuera la suya, y las tres palabras también suyas. Pero de que las había dicho, las había dicho. ¿No tiene sentido qué? Debo estar perdiendo el juicio. Con mis setenta años... a ver si me vuelvo un anarquista.
* Se levantó de su lecho desplazando las frazadas tibias que se las puso a manera de manta, sobre los hombros. Se calzó los zapatos y salió afuera, con una obscura sospecha de que el «sentido» podía estar allí mismo. Oyó que el viento batía una puerta abierta. Era la de la vivienda de don Nicanor. El pobre viejo está durmiendo en una corriente de aire -se dijo- y fue a cerrar la puerta. Entonces vio a don Nicanor, colgado del techo, y con la silla volcada a sus pies. Algo denso e indefinible se removió en su estómago, tal vez en su conciencia. Levantó la silla y fue a colocarla modosamente alineada contra la pared, en el extremo más alejado de la pieza.
* Cuando volvía a su vivienda, sólo tenía una idea larval de la razón que le había movido a desarticular el testimonio del suicidio, la silla. Larval -se decía mientras se acostaba en su lecho y se arropaba con la frazada-. Larval, ahí estaba, tenía adentro una larva. ¿De qué? No lo sabía, pero estaba creciendo, le estaba inundando. Se durmió con el temor de tener una pesadilla, como solía suceder en los últimos tiempos.
* Todos, incluido el sereno, menos los cuatro dependientes que debían permanecer en sus puestos en el mostrador, se apiñaban en la oficina del Gerente General, y don Anselmo leía la nota que se enviaría a la Casa Matriz cuando hubiera forma de enviarla.
* -Señor Presidente del Directorio. Casa Matriz. Asunción. Con inmensa pena, cumplo en comunicar para lo que hubiere lugar, el fallecimiento de nuestro jefe del Depósito A, señor Nicanor Méndez, con lo que estimo respetuosamente y, salvo mejor parecer de la superioridad, que se dé por cancelada la atenta Nota que ordenaba su traslado a la Capital. Como providencia de emergencia, que ruego a la Presidencia disimular si se tratara de impertinencia o extralimitación de funciones, he tomado las medidas del caso para que el señor José Quiñónez, Jefe del Depósito B interine la jefatura del Depósito A hasta nuevas instrucciones de la Casa Matriz. Con la solidaridad y la pena de todos los señores funcionarios de esta Sucursal hemos procedido a dar cristiana sepultura al leal servidor de la Firma, cuyo espíritu de trabajo y gran calidad humana nos queda como ejemplo y legado para seguir dando a la Firma, lo mejor de nuestros esfuerzos. Atentamente. Anselmo Gamarra. Gerente General.
* La concurrencia aprobó con reverentes inclinaciones de cabezas. Pero por primera vez, no había unanimidad.
* -Señor Gerente General -era don Pablo- quiero felicitarlo por el correctísimo contenido de la nota de la Casa Matriz -vaciló muy poco- pero allí no está toda la información.
* -¡Cómo que no! -ladró don Anselmo, que se había pasado toda la mañana con la laboriosa escritura de la nota.
* -La Firma debe saber... -insistió don Pablo.
* -La Firma debe saber -le interrumpió don Anselmo- que don Nicanor está muerto.
* -¡A los efectos administrativos del caso! -completó don Narciso, el Contador General.
* -¿Qué diferencia hay entre uno que muere de un paro cardíaco y otro que se suicida? -exclamó don José, el del Depósito B, interino del A.
* Don Pablo suspiró hondo. La larva, estaba allí, mordiéndole las entrañas, sacando brillo a olvidadas espadas.
* -Que se labre un acta y que conste mi desacuerdo con el texto de la nota -consiguió articular al fin, sintiéndose de paso irremediablemente lanzado a lo desconocido.
* Aquello fue como una bomba. En cincuenta años nunca había sucedido nada igual. Don Pablo se sintió como el escarabajo caído en un hormiguero.
* -La nota no dice nada de la forma en que murió don Nicanor -insistió.
* -¡Fue un suicidio! -le replicó don José- ¿Ha de ser nuestra sucursal la que arroje una mancilla sobre la Firma propalando a diestra y siniestra que uno de sus empleados se suicidó? ¿Y qué importancia tiene un suicida de 81 años?
* El apoyo fue unánime, y general la mirada de rencor colectivo que caía sobre don Pablo. Pero la larva le decía que ya estaba en el punto de no retorno.
* -No fue un suicidio. Fue un crimen -argumentó con arrojo.
* La segunda bomba había caído con mayor intensidad que la primera. Se desataron las furias, la oficina se llenó de gritos y aullidos enloquecidos. El Gerente General alzaba las dos manos como ofreciendo rendición, pero en realidad estaba pidiendo silencio. Por fin el alboroto se atenuó, cesó, y en las envejecidas caras donde se habían aposentado cincuenta años de pacífica formalidad, había rictus de ira, rubores acalorados, palideces asesinas.
* -¡Esto es terrorismo contra el buen nombre de la Firma! -aulló sin poder contenerse don José, cuya autoridad moral se veía aumentada al tener dos depósitos a su cargo.
* Don Anselmo volvió a pedir silencio. El silencio cayó, tenso como nunca se había visto en la oficina de la Gerencia General.
* -Racionalicemos -don Anselmo, y después de una larga pausa continuó-. Debemos pensar en primer lugar, en el prestigio y el buen nombre de la Firma. No somos ni policías ni jueces. Somos leales servidores de la Firma. ¿De acuerdo?
* Asentimiento colectivo y miradas hostiles a don Pablo.
* -Lamentamos mucho -su voz se había vuelto paternal- la desaparición de nuestro querido don Nicanor. Y eso es todo lo que la Firma espera de nosotros. Espero que el querido don Pablo sepa comprenderlo por el bien de todos.
* Miró a don Pablo con mirada mansa, la sonrisa amistosa y las palmas abiertas, como un pastor bonachón que pide arrepentimiento a un pecador.
* -Fue un crimen -se repitió tozudamente don Pablo.
* Contemplando los desconciertos, los asombros y las iras que le rodeaban, don Pablo se sintió extrañamente eufórico. Nunca había conocido una sensación semejante y se preguntó si en eso consistía el estar vivo.
* Tenía la certidumbre de que don Nicanor se había suicidado. Y recordaba su impulso de alejar la silla. No tenía idea de la razón de semejante proceder, pero sí tenía idea del alborozo interior que sentía allá adentro, donde la larva estaba triturando hierros con mandíbulas potentes.
* -Racionalicemos...
* La mirada de don Anselmo se clavaba en don Pablo con una extraña intensidad que atemorizaba. Pero la voz era controlada.
* -Don Pablo -dijo- ¿en qué se funda para creer semejante horror?
* -Don Nicanor estaba colgado de la viga. La única silla de la habitación estaba muy lejos, en su correspondiente lugar. Don Nicanor no se colgó. Lo colgaron. Todos Uds. son testigos que la silla estaba donde debía estar. Recuerden cuando el sereno dio aviso, acudimos en tropel. Y no había silla, ni nada a qué subirse.
* Gozaba interiormente de intensa felicidad. Adivinaba la presencia de una sensación de culpa, un embrión de culpa en aquellos que habían visto la evidencia que no querían ver.
* -¿Y qué se supone que debemos hacer? -era la voz de don Anselmo, que se alzó en medio del silencio, porque las otras voces se habían acallado, atemorizadas por esta aventura que les estaba llevando tan lejos de la normalidad.
* -Redactar una nueva nota a la Firma, formando de todo lo sucedido, y alertándola de que entre nosotros hay un asesino. Si no lo hacen, me lanzo al camino hasta encontrar un policía.
* Ese día, las actividades de la Sucursal fueron un desastre cuyo recuerdo avergonzó a todos hasta el último día de sus vidas. Dos de los dependientes olvidaron firmar los formularios de las ventas del día, el Cajero no sabía a qué atenerse con respecto a rendir cuentas, porque don Narciso, que debía recibirlas, estaba padeciendo de su diarrea nerviosa, y al Gerente General le sobrevino una laguna mental donde se hundió la combinación de la Caja Fuerte. El sereno olvidó poner en las cuatro puertas las barras de seguridad, y don José andaba enloquecido buscando entre las pertenencias del difunto don Nicanor la llave del Depósito A. La perfecta maquinaria de cincuenta años y algo más se reveló ese día enmohecida, bufante, trabada.
* Fue un alivio cuando la iniciativa personal de don Anselmo se impuso sobre el desorden, obligándose el Gerente General a violar algunas reglas y perdonar ciertas faltas en aras del restablecimiento del orden, o de algo parecido al orden, amenazado por la demencial actitud de don Pablo. Ya era noche cerrada cuando se retiraron a sus viviendas.
* Don Pablo permanecía despierto, felizmente despierto, ebrio de esa sensación nueva que se había apoderado de él, que trataba de definir, y sólo encontraba una palabra algo insípida: júbilo. Un desmesurado júbilo, como sintió cuando niño, cuando se estaba ahogando en aquella laguna, y pateaba hacia arriba, superficie estaba siempre lejos, muy alta, pero lo logró y saco la cabeza, y respiró aire. Respiró júbilo, como le estaba ocurriendo ahora.
* A la mañana, lo encontró el sereno. No estaba acostado en su cama. Estaba desparramado, descuartizado como por uñas y dientes múltiples y enloquecidos, como si se hubieran turnado para matarlo una y otra vez, como lo había hecho el sereno cuando era soldado, y se turnaba con sus camaradas para violar a aquella mujer, que se cansó de gritar, o murió, no recordaba bien.
* «Posdata: Lamento informar al señor Presidente que a poco de redactar la presente nota, se produjo el fallecimiento de nuestro querido Tenedor de Libros, don Pablo Aguilera, por causas naturales atribuibles a la penosa impresión causada por el fallecimiento de don Nicanor Pérez, ya comunicado más arriba. Igualmente don Pablo Aguilera ha recibido cristiana sepultura. Espero instrucciones con respecto a la vacancia producida en la Teneduría de Libros».
* Don Anselmo estampó una media firma a la posdata, dobló cuidadosamente la nota, la ensobró y la guardó en el cajón de su escritorio, a la espera del camión que llegaría aproximadamente en seis meses, para llevársela a la Casa Matriz.
 

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