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JUAN BAUTISTA AYALA (+)

  LA GUERRA DEL CHACO HASTA CAMPO VIA, 1958 - General JUAN B. AYALA


LA GUERRA DEL CHACO HASTA CAMPO VIA, 1958 - General JUAN B. AYALA

LA GUERRA DEL CHACO HASTA CAMPO VIA

por el General de Brigada ® del Ejército Paraguayo

JUAN B. AYALA

Buenos Aires, Argentina 1958 (229 páginas)

Prólogo del coronel ARTURO BRAY




PRÓLOGO

 

Escribir un prólogo importa. una distinción, pero también su buena dosis tiene de responsabilidad, la cual sube de punto al tratarse, como en este caso particular, de descorrer el telón para presentar el libro de un superior jerárquico, y nada menos que de quien ostenta a justo título las palmas de general de la República. Mas el imperativo asume relieves de compromiso ineludible, al par que honroso, pues deriva de una amistad de muchos años y de una camaradería de armas, si no siempre coincidente en la interpretación de algunas situaciones circunstanciales, jamás empañada en cambio por divergencias en cuanto a los conceptos fundamentales que prestan savia y raíz a lo que se ha dado en llamar noble oficio de obedecer, esa vocación que tanto se ama cuanto más nos duele.

El general Juan B. Ayala, a cuya persona me unen vínculos tan lejanos como añorados de nuestros bisoños tiempos de teniente, ha escrito un libro de vigorosos trazos, pero de pristina honestidad profesional sobre la guerra del Chaco, contienda de singulares características era más de un aspecto, en la que no hubo demasiada estrategia y apenas lo indispensable de táctica. Sus juicios podrán o no ser compartidos, aunque avalados gran parte de ellos, por una documentación de notoria validez, pero nadie ha de poner en tela de juicio su buena fe en el relato de los hechos por él vividos, y aun padecidos, en momentos decisivos para la suerte del país. No habría lógica en exigir de esos juicios una objetividad a toda prueba, pues la reacción de quienes han sufrido persecución por la justicia es derecho inalienable de legítima defensa, cuando no la anima el triste placer de la venganza o el despechado sibaritismo del rencor.

La historia militar es una de las más arduas disciplinas en el arte de las letras, sobre todo cuando se ha sido protagonista y en cierto modo artífice de los sucesos a narrarse. Hacer historia y escribirla es dualidad que no se halls al alcance de todos, corno tampoco es fácil orillar en lo posible el declamatorio y excluyente énfasis en primera persona del singular -a rato forzoso, claro está- al esquivar los pormenores superfluos de quienes pergueñan esa historia con mentalidad de calo furriel. En este trabajo de ceñida prosa no se advierte el exuberante y fatuo despliegue de una tabarra con extraños e intempestivos injertos fuera de tono y lugar. Asoman en estas páginas, qué duda cabe, alguno que otro flechazo con el sutil impacto de urca airada reacción. Es natural. No sería humano pedir el yunque que ofrende un ramo de rosas al martillo. Pero esos saetazos de pulso firme al arco en tensión no llevan en sí ningún propósito sañudo u cáustico. Apuntan implacables -es verdad- al corazón del adversario para rectificar un entuerto o responder a un agravio, pero sin descender al sibilino afán de socavar reputaciones con la presunta sutileza de las medias palabras, de insinuaciones de trastienda, de omisiones que elevan y dignifican a los omitidos. Menos aun se percibe la intención de sentar cátedra en cuestiones ajenas a la profesión o de anticiparse al veredicto de la posteridad con sentencias inapelables; se exponen, hechas ciase han de servir como elementos de juicio para que el historiador del futuro dicte su fallo definitivo.

Escrito con el sabor descarnado y recio de un parco estado castrense, sin arrequives de retórica ni estruendo de palabras, la obra del general Ayala describe fases de ese "drama espantoso y apasionado" que es la guerra, en, cuyos altibajos afloran calificadas proezas y bajezas incalificables donde lo épico se conjuga con lo deleznable y en el cual el Hombre es a la vez león y chacal, difiérase que descentrado en su concepto del bien al del mal por el doble y demoledor impacto de nobleza, y mezquindades, de abnegaciones portentosas y pasiones desorbitadas.

Digamos con el poeta: "Nada importa vencer o ser vencido; lo que importa es ser grande en la batalla". No estará la estrofa muy de acuerdo con los seculares cánones de la ciencia de la guerra, donde vencer es la consigna por encima de todo, pero refleja y trasunta una definición de principios enalteciendo la supremacía de los valores morales. Ser o haber sido grande en, la batalla del deber cumplido, al margen de pequeñeces, embates y miserias, es galardón de fijo más preciado que todos los honores, que no siempre son honras, que todas las pobres vanidades con luminaria de faroles chinescos. Quien ha sabido vencer en esa porfía de la dignidad no puede sentirse roído por escozores de amargura, sino dueño y señor de venturosa paz de conciencia por haber merecido más y obtenido menos. Es la íntima recompensa de los espíritus fuertes, inexpugnables en el alcázar de su tumultuosa pero rica vida interior.

El general Ayala es un soldado de personalidad forjada en el vertical rigor de las Ordenanzas, que significa mandar sin soberbias y obedecer sin sumisiones, ser esclavo del deber sin deja de ser el amo del inalienable libre albedrío. Su espada no fue nunca instrumento de felonías ni fantasma de las autoridades legalmente constituidas. El azul eléctrico de su guerrera no ostenta, que sepamos, la Cruz del Chaco; mérito sobre mérito, porque la prodigalidad suele estar en relación inversa con el valor de la condecoración. "Más prefiero -dijo Porcio Catón- que la gente inquiera por qué no termo estatua a que pregunte por qué me la, han levantado". La deslealtad no empañó jamás su pundonor de soldado -disciplinado en el turbio panorama de nuestras luchas fratricida, de nuestras aciagas u doloridas jornadas cívicas con estruendo de metralla u fulgores de incendio, pero imagen y esplendor al fin de un pueblo que, en la dura pero no siempre fecunda  escuela de la lucha armada, ha, aprendido a batirse con propios y extraños por las viriles prendas de su libertad con acentos de capitanía en la enjoyada sombra de sus infortunios.

Jefe del Estado Mayor General del Ejército al estallar la guerra del Chaco, pocos como el general Ayala, más autorizados y mejor informados para proporcionarnos una certera y ajustada visión de aquellas horas estremecidas ay febriles, de aquellas galopantes forradas sin reposo, grávidas de emociones y conmociones, de fe y de congoja para quienes  -más por vía del azar que por su jerarquía o sus aptitudes-  asumieron la tremenda responsabilidad de preparar a la Nación, en armas para la lucha a través de las etapas preliminares de la movilización y concentración., de cuyas etapas depende en gran parte el éxito o el fracaso de las operaciones iniciales. Quienes no vivieron esas horas en funciones responsables, mal pueden saber de las incertidumbres y zozobras ante un salto en el vacío, entre las asechanzas de un porvenir incierto y ante un enemigo poderoso por sus recursos materiales de todo orden, cegado, y enardecido por una hinchada suficiencia de esa superioridad, parque impaciencias y arrebatos, bien inspirados tal vez, le habían hecho suponer que seríamos presa fácil.

No todo, por descontado, marchó ni podía marchar sobre rieles en el obligado preludio de la tragedia en puertas, pero escollos, tropiezos y aun choques de opinión fueron superados con ánimo conciliador. Desde luego, el espíritu del pueblo -en compacto haz de voluntades- contribuyó en no escava medida a despejar el camina, pero ese espíritu, cuando no se halla debidamente orientado, es más bien fuente de trastornos y dislocaciones, como ocurrió con la leva de 1928. No todo se arregla en esos casos con un toque de clarín y cuatro arengas fogosas. Un forastero no hubiera, advertido entonces en la fisonomía de la ciudad capital signos premonitores de que todo un pueblo velaba, sus armas para una brega de vida o muerte. Nada, de alharacas de patriotismo ni de manifestaciones vocingleras. El sentimiento nacional había vuelto a m sereno cauce, de donde nunca debió haber salido. Se enfrentaba con calma y entereza otra infausta encrucijada del des-tino. Pero en la sede de los organismos rectores de la defensa nacional, apagábanse las luces con las primeras claridades del alba. Labor extraordinaria, jamás pregonada y apenas conocida. Desventuradamente, no se dieron a conocer entonces los genios y portentos que habían de revelarse más tarde.

En orden y sin contratiempos de consecuencia, en el callado y complicado engranaje, se presentaban en los centros de movilización los reservistas, donde, una vez provistos de vestuarios y equipo, eran destinados a sus respectivas unidades. (Esto hizo decir a alguien que regimientos enteros llegaban desarmados al chaco; a todas luces imaginábase el citado estar en Suiza, donde cada ciudadano guarda su fusil en el ropero). Del exterior llegaban espontáneamente, y por sus propios medios, miles de compatriotas emigrados por diversas causas. Entretanto la armada nacional -a la cual correspondía la primordial misión de transportar al teatro de operaciones los contingentes movilizados- los servicios de intendencia y sanidad, las autoridades civiles, las instituciones particulares y la colectividad en general, desde el más pobre hasta el menos pobre, todos cooperaban con el máximo de sus posibilidades, que no eran por cierto muchas ni muy amplias. Proeza en verdad digna de encomio si cuando se recuerda que, apenas dos años antes, no existía en la caja fuerte de nuestro Estado Mayor General ningún plan de movilización que fuera guarismo de un aprovechamiento racionalizado de nuestro potencial humano, como ahora se dice.

Ya ha caído agua desde entonces. Hombres y sucedidos han sido deformados por el espejo, de las pasiones, ora cóncavo para magnificarlos más allá de todo ajuste y mesura, ora convexo, para menoscabarlos más acá de toda justicia y razón. Es el colofón, al parecer inevitable, de todas las guerras, grandes o pequeñas. Son las miserias de la paz, a que aludió Unamuno.

Al referirse a esa fase preliminar de la guerra, específica el general. Avala la dotación en personal y material de cada una de las unidades  rnovilizadas y despachadas al frente, dando por tierra de una vez por todas con la patraña, acaso motivada en un momento dado, de que marchamos a la lucha con fusiles descalibrados y sin más arma ofensiva o defensiva que un machete al cinto. Ningún objeto cumple ya otorgar cartas de vecindad al resobado estribillo de conocida finalidad y cadencia de musiquilla fácil; sí con él se pretende exaltar el heroísmo de nuestros bravos, momento llega en que ese heroísmo confina con la estupidez, porque la exageración en el drama muy cerca está del sainete. No estábamos preparados, nadie lo niega; ninguna nación, lo está ni puede estarlo en términos definitivos y absolutos, porque la táctica, el armamento y los principios de organización evolucionan sin solución de continuidad. Ni la propia Alemania de Hitler -y ya es decir- se hallaba enteramente preparada en 1939 para lanzarse a la guerra, sí hemos de atenernos a lo declarado por los generales vencidos, aunque quizás exagerando un tanto la nota para justificar en parte su derrota. ¡Y se quería que lo estuviera el Paraguay empobrecido y desangrado por sesenta años de inestabilidad interna, con recurso indigentes por lo elementales y precarios! Deficiencias hubo, y grandes; tampoco faltaron los errores de apreciación, tanto por parte de civiles como de militares. Pero no hay derecho a erigirse en juez implacable, sobre todo a posteriori. No es lo mismo oír decir moros vienen que verlos venir. Pasan muchos por alto dos factores tan negativos como insuperables que operaban en nuestra contra: el tiempo y la penuria financiera del país, No existía entonces la "ayuda al mundo libré”, con su torrente de dólares y dádivas de tanques y aviones. Ya en plena guerra, el remanido panamericanismo nos dejó en la orfandad, mientras los titulados mediadores se disputaban entre sí el prendo Nobel de la paz. Las soluciones de arbitraje y conferencias de cancilleres se dirimieron en los siniestros cañadones de  desierto chaqueño; la conciencia jurídica de América naufragó en un mar de sangre. Y como si no hubiera bastante, la agonizante Liga de Naciones nos declaraba país agresor, sanción injusta que excluía toda adquisición de elementos bélicos en el extranjero. Y así quedamos solos, trágicamente solos en todo el cruel desamparo de nuestra indigencia material y en la amarga soledad de nuestra posición moral.

De que no estibarnos del todo inermes dieron cuenta y razón aquellos magníficos primeros diez mil que en Boquerón arrebataron la victoria a un adversario poderosamente armado y mejor fortificado, legión luego diezmada en la estéril y sangrienta batalla llamada de Saavedra. Si falla hubo entonces no cabe atribuirla a la escasez de medios materiales. No es cuestión -irrelevante aquí- de formular cargos ni de absolver a nadie, sino de poner las cosas en su lugar. Es lo que hace el autor de este libro con limpieza de propósitos y autoridad incuestionable.

Ya iniciadas las hostilidades, asumió el general Ayala el comando del II Cuerpo de Ejército, organizado por él sobre el terreno en circunstancias de apremio, al frente de cuya Gran Unidad obtuvo la brillante victoria de Toledo, conjurando así un inminente peligro cernido sobre el ala derecha de nuestro dispositivo. Con acabado sentido de la responsabilidad, se dio a la ímproba y acelerada tarea de estructurar dicha Unidad para abocarse acto seguido a la organización del terreno. Todo eso lo relata el general Ayala reproduciendo datos y cifras, órdenes y directivas, informes y partes. Su voluntad perseverante se impuso a todos los obstáculos, en medio de disponibilidades regateadas con mortificante avaricia, según lo anota el autor.

La más premiosa dé las angustias del comandante del II Cuerpo de Ejército estribó en el eterno problema sin solución en todo el transcurso de la guerra: la falta de medios de transporte. En ese aspecto, si, nuestra imprevisión fue total aunque acaso perdonable. Dada la naturaleza del terreno, no se creía factible el empleo de vehículos automotores en el futuro teatro de operaciones. Valga como posible descargo el hecho de que, inclusive en la Región Oriental, el transporte automotor se hallaba a la sazón en pañales por falta de caminos. Se pensaba en términos de la clásica carreta tirada por bueyes o, en última instancia de "carros polacos" modelo mennonita, de tracción a mula, de los cuales llegaron a fabricarse algunos en nuestros Arsenales de Guerra. De qué iban a alimentarse bueyes y mulas en rana zona del Chaco, casi por completo desprovista de pasto natural -las grandes estancias no están en dicha zona-, y con una problemática provisión de forraje, fue cosa que a nadie se le pasó por la cabeza. Incluso para la retoma de Pitiantuta (junio de 1932), el jefe del sector Casado solicitaba autorización para adquirir —bueyes y carretas". Lo cierto fue que a los seis meses de iniciadas las hostilidades, no quedaba en el teatro de operaciones un solo caballo ni una mula de las dotaciones de nuestros regimientos de caballería y artillería. Si algún afortunado solípedo se salvó por milagro de sucumbir de sed o de inanición, presto fue a parar en uno de los improvisados mataderos a fin de proveer, de proteínas a los enfermos y aun a quienes no lo eran. (Por extraño que parezca escaseaba la carne.) Cuando se comprobó que la tracción a sangre no se acomodaba, a los requerimientos de la guerra moderna -distintos a los de nuestras clásicas campañas revolucionarias- la provisión de camiones, por las razones que fueren, se hizo a cuentagotas durante toda la contienda.

En síntesis, el libro del general Ayala, configura un valioso aporte al estudio y análisis de un capítulo específico de la historia militar de la guerra del Chaco; lo rubrica y solventa el prestigio autoridad profesional, así como de los mandos y cargos por él ejercidos con capacidad y altura en una contienda que, en su hora, dio al Paraguay renovada personalidad internacional al endosar sus bronces y laurales con el lacerado lustre de una sangría más, en desmedro de una labor constructiva y de la pacífica cuan demorada epopeya del progreso en la paz. 

ARTURO BRAY 

Buenos Aires, diciembre de 1957.

 

 


ÍNDICE

Prólogo/ Advertencia

I.- Las Causas de la Guerra

II.- Las Fuerzas Beligerantes

III.- Armamento

IV.-  El Teatro de Operaciones

V.- Movilización de 1928

VI.- Estado Mayor General (1931-1932)

VII.- Organización de las Unidades

VIII.- Plan de Operaciones

IX.- Movilización

X.- Concentración

XI.- Las Primeras Escaramuzas

XII.- El Comando en jefe

XIII.- Apreciación de la situación al 30 de julio de 1932

XIV.- Apreciación de la situación al 7 de agosto de 1932

XV.- La reacción nacional

XVI.- Batalla de Boquerón

XVII.- Ferrocarril Km. 160 - Campo Esperanza

XVIII.- Organización del II Cuerpo de Ejército

XIX.- Batalla de Corrales (19 de enero de 1933)

XX.- Concentración del II C. E. Sobre Toledo

XXI.- Batalla de Corrales (29-31 de enero de 1933)

XXII.- Batalla de Toledo

XXIII.- Reorganización del I Cuerpo de Ejército

XXIV.- Batalla de Aliguatá

XXV.- Epílogo en Campo Vía

XXVI.- Consideraciones finales.

 

 

 

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GENERAL JUAN B. AYALA - COMANDANTE 2° CUERPO DE EJÉRCITO

Fuente: GRAN ENCICLOPEDIA FOTOGRÁFICA DE LA GUERRA DEL CHACO - TOMO I

 





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