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Compilación de Mitos y Leyendas del Paraguay - Bibliografía Recomendada

  LA FUENTE DE BOLAÑOS - Relato de MARÍA CONCEPCIÓN LEYES DE CHAVES

LA FUENTE DE BOLAÑOS - Relato de MARÍA CONCEPCIÓN LEYES DE CHAVES

LA FUENTE DE BOLAÑOS

Relato de MARÍA CONCEPCIÓN LEYES DE CHAVES

 

De los catequistas que penetraron a la tierra de América, pocos han contribuido mejor ni más perdurablemente a la conquista que el franciscano Luis Bolaños. Su creatividad de civilizador y apóstol levantó villas, removió conciencias y, como si fuera poco, en el Paraguay dejó, junto a libros en que ha fijado para siempre el idioma de sus catecúmenos, clara fama de taumaturgo.

Oculta en la selva del oriente paraguayo, ha quedado, en efecto, para recordar quizá los matices subyugantes de su personalidad, una fuente bautizada originalmente con su nombre, Icuá Bolaños, y posteriormente apodada: Mborai jhú Ycuá (Fuente de amar).

Dos leyendas que entretejen sus hilos en torno a ella, explican la génesis de estas denominaciones. Transcurría el año 1607. Obedeciendo órdenes de Hernando Arias de Saavedra, fray Luis Bolaños, en compañía de varios neófitos, partió a fundar pueblos en los dominios de los belicosos jefes guaraníes, Cabayú, Guarepá y Ñandeguá.

Siete días llevaban andando por una selva áspera, chamuscada por el sol abrasador del estío. Ni fuente, ni frutas, ni raíces jugosas que mitiguen la sed; ni fieras, ni pájaros que aplaquen el hambre. Nada más que el ambiente de fuego, la calma chicha, la impenetrabilidad de la jungla abrupta y hostil. ¿Es que los yarícys, genios tutelares de la exuberancia y de la vida, huían al paso de los exploradores?

Ya los neófitos creíanse objetos de la venganza de sus antiguos dioses repudiados. Invadidos por obscuros remordimientos, poco a poco sentíanse poseídos por un odio sordo hacia el Dios nuevo, que el misionero les presentara como generoso dador de venturas, y al cual hallaban despiadado y adverso en la primera ocasión. Defraudados en su naciente fe, objetivaron su rencor en el misionero que les había apartado de sus primitivas creencias, de sus moradas, del río ancho como el mar henchido de pesca, rizado de rutas fecundas. En forma cada vez más flaca y vacilante conteníanles aún sus propios anhelos de expansiones lejanas, perpetua inquietud de la raza, sobre cuyo espíritu gravitaba la atracción alucinante del Yby tory apyra o tierra de la alegría sin fin, plena de cuantos bienes puede ambicionar el hombre. Pero este espejismo paradisíaco, causa de la mayoría de los desplazamientos tribales, desvanecíase en aquella selva inhospitalaria.

-¡Caazapá! -gritó de súbito el guía que abría el pique de la espesura.

-¡Por fin! -exclamaron los neófitos, y a pasos acelerados precipitáronse fuera del bosque.

Ante ellos ahuecábase el valle, abrasado por un sol de fuego, cubierto por un césped ceniciento como capa de salitre. El polvo desprendido de las cosas que se detomizaban, impartía al ambiente un tono blancuzco, más espeso en la lejanía sobre las huellas de los millares de indígenas que venían en fila, como hormigas, presurosos y amenazantes.

Tres hombres empenachados de plumas se adelantaron. Detuviéronse ante fray Luis Bolaños, enhiestos como palmeras; detrás de ellos apiñóse la multitud, rumoreante como una colmena. Habló el más anciano: Cabayú, en nombre de Guarepá y Ñandeguá, los otros dos jefes famosos que le acompañaban; expresó que habían sido informados por sus parehás de que el hombre blanco que arribaba era un gran mago y venían a presentarle una proposición. Espíritus adversos habían secado Chororó, Terevó e Icuá sá, manantiales que regaban los respectivos dominios de los tres jefes, Tupá, el genio de la lluvia y del trueno, despreciaba los sacrificio de los avarés, las ofrendas de las vestales, y se obstinaba en su malevolencia. Si el hombre blanco removiera las nubes, si hiciera bullir y aflorar las secretas vertientes subterráneas, los tres jefes y el pueblo entero le rendirán amistad y protección.

-Y en caso contrario -añadió, torvamente, Ñandeguá, el más joven y altanero de los tres- te acribillaremos a flechazos. -Danos un hilo de agua que no lo seque el estío más largo y más ardiente -propuso Guarepá, ambicioso y soñador.

-¡Agua! -urgieron las mujeres, silbando como víboras el vocablo.

Brillaban al sol los cobrizos torsos sudorientos. Los hombres sacudían la hirsuta melena y crispaban las manos sobre los arcos tensos. Los niños, suspendidos en redes sobre las espaldas maternas, recogían con la lengua el sudor que corría por la epidermis rojiza. Fray Luis Bolaños exploró el suelo. A sus pasos se quebraba el césped con ruido seco de metal. Aquí y allá, asperones rosáceos y obscuros basaltos, sillares de colinas resecas, revestidos de tierra ocre, ferruginosa y moteada de guijarros.

Un remedo de jaguar resonó en la selva; era el son de exterminio de aquel pueblo. Fray Luis Bolaños detúvose alerta. Paseó la vista sobre los neófitos, y halló ausente la dúctil masa que le había seguido por espacio de muchas leguas. Aquellos indios habían reajustado la solidaridad con los de su raza. Allí no había más que una sola unidad, vibrante de odio, bullente de primitivos instintos. Pero fray Luis Bolaños tenía un propósito que cumplir, un fin que aquellos hombres no podían anular; una fuerza le guiaba, fuerza que él sentía venir de lo alto, y hacia ella alzó la mirada mientras hundía el bastón cerca de un trozo basáltico.

-Apartad este peñasco -ordenó luego, con voz solemne. Los que habían contraído el hábito de obedecerle, hiriéronlo una vez más como autómatas. La piedra rodó del álveo donde descansara por siglos. De la cuenca manó una linfa cristalina, ahí donde aquellos espíritus no veían sino una taumaturgia. Bolaños alzó la diestra, y sobre la humilde grey que lo reverenciaba, trazó la señal de la cruz.

Más de dos siglos transcurrieron. No lejos Caazapá (aldea fundada por el misionero en el valle donde Guarepá ostentó por última vez los blasones de su orgullosa estirpe), fluía el "pozo Bolaños", hilillo de agua que "el estío más largo y más ardiente no secaba jamás". Sobre él flotaba el misterio, propio de los lugares benditos marcados por la cruz.

Una tarde estival, en el año 1869, llegó a la fuente un joven de alta estatura y mirar altivo. Entonces, como hoy, el sitio hallánbase rodeado de espeso bosque en perpetua primavera. El mozo escudriñó los vericuetos de la selva, las hendiduras profundas de las rocas y, no hallando lo que había venido a buscar, tiró el sombrero con tal puntería, que lo dejó colgado de una rama. Tendiese sobre el césped y quedó dormido o hechizado por los encantos del lugar.

Una joven salió del bosque; saltó sobre las peñas, miró de soslayo al mozo dormido y, silenciosamente, fue a prosternarse ante la cruz de Bolaños. Oró un instante, prendió dos cirios y los dejó al abrigo de unas piedras; cruzó el manantial por un puente atravesado sobre el cauce; acercóse al y le rozó el rostro con su chal.

-¡Cuánto has tardado! ¡Soñé que me iba sin verte! -exclamó el joven incorporándose con agilidad y gracia. Ella tomó asiento a su lado, sobre la gramilla y conversaron quedamente, como si tuvieran un duelo que respetar. El mozo, al día siguiente, iría a incorporarse a su regimiento. El ejército marchaba ya hacia el Aquidabán, en gloriosa procesión suicida. La muerte era lo único que se perfilaba en el porvenir, nítida, casi ineludible. Eso lo sabían aquellos jóvenes que se engañaban mutuamente, cambiando juramentos y promesas. Lo sabían, y alargaban frases y silencios con el ilusorio propósito de eternizar los minutos fugaces.

El sonido de campanas que tocaban a oración en la iglesia del pueblo estremeció a los jóvenes. La noche salía del bosque, caía sobre el hueco del manantial, avivaba la llama de los cirios, desdibujaban la cruz y anunciaba la hora de la separación definitiva.

-Tengo sed -murmuró la joven, como deseando restar ternezas a la despedida. Brindole agua el mozo, agua de manantial, en la guampa virolada de oro que traía al cinto, lujo de soldado, obsequio del cariño maternal. Bebió la niña apresuradamente.

En el vaso quedó un poco de agua, que sorbió él, golosamente, con fruición, los labios sobre la huella todavía húmeda de la boca deseada, fijos los ojos en los ojos de la amada. Aquello era casi el beso, todo cuanto de él podían admitir las almas sencillas, ante el sagrado símbolo de la cruz.

El follaje poblado de arrullos, la soledad encubridora y cómplice, la tierra que se hundía en la noche exhalando un aroma sutil y turbador, todo empujaba al abandono y el éxtasis; pero ahí estaba la cruz, como un índice inflexible, señalando el renunciamiento.

Lo inmediato quedó alto y distante. Los jóvenes evitaron mirarse; estrecháronse las manos y caminaron en sentido opuesto. Alo lejos se dejó oír una canción popular, amorosa y triste. Como atraído por sus ecos, él apresuró sus pasos mirando la luna que avanzaba hacia el cenit. Ella iba como doblada sobre sí misma, sin apartar la vista de su propia sombra, hasta que la vio proyectada en la pared de su casa.

Terminó la guerra. Perecieron niños y ancianos, sin contar las mujeres, pero el hombre que ante una cruz probó su capacidad de renunciamiento, el soldado que partió para matar o ser muerto, regresó sencillamente a su pueblo y se unió a su amada. Las dos vidas terminadas armoniosamente sentaron la creencia de que: "si un hombre y una mujer beben del agua de la fuente de Bolaños en un mismo vaso, no se atreve el destino a separarlos jamás".

Fuente: RÍO LUNADO. MITOS Y COSTUMBRES DEL PARAGUAY . Autora MARÍA CONCEPCIÓN LEYES DE CHAVES. Editorial Servilibro, Asunción-Paraguay,  2007 (228 Páginas).

 

 

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