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Compilación de Mitos y Leyendas del Paraguay - Bibliografía Recomendada

  KAÁ - Relato de MARÍA CONCEPCIÓN LEYES DE CHAVES

KAÁ - Relato de MARÍA CONCEPCIÓN LEYES DE CHAVES

KAÁ

Relato de MARÍA CONCEPCIÓN LEYES DE CHAVES

 

Kaá nació en la ribera del Apa, allí donde este río arrastra sus aguas por un álveo de cuarzo y mica resplandecientes. Uno de sus primos le dijo un día que en su cuerpo se amalgamó todo cuanto de bello y apetecible esparció la naturaleza en las cordilleras lontanas, en los valles próximos, en la pedregosa cuenca y en la dorada arena del río. Ella fue a mirarse en el espejo azul del agua, y admitió que su primo le había dicho la verdad. Le agradaba caminar por los acantilados, trepar a los árboles más altos y escudriñar el horizonte. Sin más compañía que la de un pájaro extraño, frecuentaba los lugares más abruptos, recogía cantos rodados y corolas irisadas; se recostaba en los bloques micáceos recalentados por el sol; tejía profusas guirnaldas y volvía a su casa adornada de flores.

Esa tarde, después de un largo paseo, Kaá llegó hasta el río. Sentóse en un trozo de cuarzo violáceo y se puso a jugar con el agua y la arena rica en pepitas áureas. De pronto se irguió, sobresaltada por el graznido del ave que hacía de centinela en la ribera. Oteó ambas orillas y, como no descubriera nada extraordinario, volvió a sus juegos. Sin embargo, alguien se hallaba de pie sobre el muro micáceo, oculto en el follaje, turbado por deseos invencibles, que le venían del cielo, del agua, del fondo de su juventud sin historia, en lucha siempre con el deber y los ensueños. Cuando se aproximó la noche, Kaá regresó a su casa; en el camino se cruzó con un jovencenceño, de mirar ardiente. El pájaro graznó al verlo, incapaz de comunicar a su dueña que ese mozo era el mismo que estuvo en el acantilado, absorto ante la hermosura de ella. La muchacha se de-tuvo a mirarlo de atrás, a sabiendas de que esto es de mal agüero; pero no podía resistir al encanto de aquella figura casi luminosa, que iba apagándose en los vericuetos del sendero ya sumido en la noche.

Por primera vez las andanzas del día no le proporcionaron a Kaá el tranquilo sueño habitual. Pasó la noche de cara a las estrellas, abriendo los ojos a cada instante, porque le parecía que un rostro enjuto se inclinaba sobre ella y le quemaba con su aliento.

Temprano la despertó el sonido de una voz desconocida. El joven con quien el día antes se cruzara en el sendero, se hallaba ahí, en conversación con su padre. Pronto supo que era un sacerdote de los mbiá, que traspuso las montañas limítrofes, atraído por la fama de los metales y piedras preciosas que rutilaban en las cuencas del río. Traía un séquito numeroso, y los hallazgos serían destinados al templo de Mbaéverá-guasú, denominado así por el brillo deslumbrador de sus riquezas. Kaá sintió que se le encogía el corazón. Los mbiá preferían la muerte antes que unirse a individuos de otras tribus, porque se creían de prosapia inigualada. Este prejuicio era particularmente insalvable para los a varé, sacerdotes formados en el dominio de los impulsos y en el endurecimiento físico, a fuerza de ayunos, mortificaciones y otras prácticas de ascetismo. No obstante Kaá se enamoró del avaré, a quien el amor no le era permitido.

Día y noche erró por la selva tórrida, por las riberas rocallosas, por los imperceptibles senderos, buscando al joven magro, de ojos ardientes y fresca sonrisa, que llevaba una vincha de piel de onza prendida sobre la frente con una placa de cuaré potí yú. Apenas lo divisaba corría a su encuentro, pero lo encontraba tan indiferente y tan callado que, cohibida, huía de él a ocultar su desesperanza. Cuando supo que el sacerdote regresaba esa noche a Mbaéverá-guasú, Kaá conoció el más terrible dolor de su vida. Antes de quedar eternamente con un sueño de amor estéril, resolvió hablar con el forastero. Cansada de buscarlo inútilmente, tomó el camino del río. Sentado sobre el bloque de cuarzo amatista, se hallaba el joven, encorvado el torso, los pies en el agua y la obscura cabellera caída sobre el rostro a modo de un velo interpuesto entre él y el mundo. El sol jugueteaba en los árboles, sin alcanzar ya prenderse en las aristas de las rocas. La penumbra ahondaba el cauce del río y agrandaba la silueta del avaré. Para llamar la atención de este hombre callado e inmóvil, Kaá ensayó una dulce melopea y danzó después. Alzó el mbiá la espléndida cabeza, y vio aquella forma engarzada en la ribera como un trozo móvil y resplandeciente de cristal de roca. Primero pensó en huir, pero la beldad era una potencia regia y la soledad su imperial dominio. Quedó pendiente de los menores escorzos de aquel cuerpo que se alargaba, se encogía, se encendía de sol y se trocaba en llama viva para exacerbar su vibración juvenil. Aquella niña le repetía de modo irresistible todo cuanto le había murmurado confusamente la noche y la luz, la vigilia y el sueño, la tierra y el cielo, la soledad y el martirio. De un salto llegó hasta ella y la miró en los ojos. Sintióse como despeñado a un desfiladero, poseído de un solo vértigo, el de confundirse con aquella criatura en llamarada eterna. De súbito juntó las cejas en una honda arruga vertical. Los impulsos de la sangre moza seguían golpeando en sus arterias, pero todo un mundo de tradición, de respeto a principios heredados y a juramentos inviolables, se precipitaban sobre su conciencia, anonadando sus ímpetus varoniles.

Kaá intuyó que antes de beber se le iba romper el vaso. Su corazón ardió como una llama; alargó los brazos, se le prendió al avaré cual  liana viva, adelantó el rostro al contacto deseado. Cuando los cabellos de ella le cayeron sobre los ojos, el mozo sintió algo así como si un ciervo galopara en sus entrañas, en el vértice fatal, una diástole repentina del corazón desvió el rumbo de sus impulsos. Con vivo ademán empuñó el itá mará que traía en la cintura, y golpeó con ella la cabeza tentadora. Se oyó un ruido como de cuarzos que se quiebran. La joven se desprendió laxa, cual junco que perdió su apoyo. Tendida sobre el césped, fue prolongándose en un reguero de sangre resplandeciente. El pájaro emprendió a picotazos contra el sacerdote, que permaneció impasible, los brazos cruzados sobre el pecho y la mirada perdida en lontananza.

Un silencio sombrío, casi palpable, cayó sobre la faz de la tierra. A lo lejos vacilaban las fogatas prendidas para ahuyentar a las fieras y a los espíritus adversos. Todo seguía su curso en la región apenas accidentada por la muerte de una enamorada. El sacerdote acabó por dar oídos al graznido del ave que repetía; Jhypá Kaá.

-¡Sí! ¡Kaá se extinguió! -pensó, con la impresión de que se le había apagado una antorcha para siempre. Sin embargo irguióse altivo, rígido, orgulloso de haber realizado una ofrenda ingenua, el sacrificio de su juventud apasionada y bella, y creyó ver en lontananza la sonrisa victoriosa de sus dioses. Luego corrió por el sendero sombrío, su cabello flotaba al viento como una bandera negra. De pronto doblegó la cabeza, desconcertado, por dos revelaciones imprevistas, la desatada angustia de la carne y la naciente tortura del remordimiento. La primera sería sofocada, la segunda pasaría y repasaría por su ser cual torbellino invencible. Kaá dejaba al amado recuerdos abrumadores.

Muchas lunas pasaron. Precedido por larga fama de virtudes y saber, un anciano llegó al lugar donde transcurriera la breve existencia de Kaá. Era todavía de cuerpo hermoso, muy cenceño, de suave sonrisa y ojos ardientes. Solo esos chorros de saliva bermeja que de vez en cuando echaba sobre el pastizal, denotaban en el que se aproximaba al reino de las sombras. En el abra del río, frente al acantilado resplandeciente, vióse acometido por un ave furiosa casi ciega, que repetía: Jhypá Kaá. El anciano la apaciguó con un conjuro, o acaso ella misma se amansó por instinto. Juntos siguieron andando, el ave con el cuello tendido hacia el rumor del agua, él con el blanco manto ondeante, espiando cada piedra del barranco; se detuvo ante el trozo de cuarzo violeta y revivió los graves acontecimientos que turbaron su mocedad.

Huyendo del sol estival que invadía el cenit, fue a situarse bajo un arbusto y apartó la vista de las flores rojas que esmaltaban el suelo cual coágulos de sangre. Un pronunciado aroma se le reveló como una presencia.

Inmóvil, observó las brillantes hojas que le entoldaban la frente, extrañado de que siendo un sabio en plantas, desconociera el ejemplar que le daba sombra. Esta sombra y aquel aroma seguían acariciándolo, insinuándose en él como si retornaran de un confinamiento forzado, dispuestos a quebrar la discordia, a establecer una unidad esencial y definitiva. Soñando aprisionar y eternizar algo infinito que había desconocido hasta entonces, aferróse las ramas, arrancó las hojas, las estrujó y las masticó extasiado, con primaria avidez, cual si fuera un manjar de antiguo codiciado. El zumo ardiente y acre se expandió por todo su ser en abrasadoras ondas y le transmitió una extraordinaria vivacidad. De pronto se halló ante un lago eterno e inviolado, que ocultaba un Mbaéverá-guasú deslumbrador, pero vacío de los ídolos ante los cuales se había arrastrado en inútiles suplicios purificadores. Una sola imagen brillaba de pie en los altares, una sola irradiaba como diosa soberana de aquel templo. La forma inmortal, escapada del olvidoy de la muerte, hacia florecer ahora, de una vez, todos los gérmenes arrojados en su corazón, muchas lunas antes, a orillas de ese mismo río. ¿Por qué no haberles dado paso, a su hora, ya que toda violencia había resultado impotente para anonadarlos? Una sola palabra halló para traducir toda la inmensa vibración de su alma: "¡Kaá porá!" -exclamó, entre borbotones de sangre bermeja. El amor, el dolor y la belleza se unían en un solo son ante la muerte. El hechizo turbador de una planta desmoronaba todo el secreto de una vida. El sacerdote venía a sumirse en la tierra donde corriera la sangre, cuyo ardor le quemó para siempre la mente y la carne. La maraña que rodea a la yerba-mate traduce la pasión áspera e impenetrable del asceta, y Jhypá Kaá es el ave que sigue defendiendo a esa planta de la codicia humana, cada vez más implacable y destructora.

Fuente: RÍO LUNADO. MITOS Y COSTUMBRES DEL PARAGUAY . Autora MARÍA CONCEPCIÓN LEYES DE CHAVES. Editorial Servilibro, Asunción-Paraguay,  2007 (228 Páginas).

 

 

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