Portal Guaraní - VELVER Y OTROS CUENTOS - Autora: SOFÍA RAQUEL FERNÁNDEZ CASABIANCA

Yo la visitaba de lunes a lunes, por eso mis amigos me decían lulú. No me importaba. Durante las primeras visitas a su casa, Alba me recibía en la galería del frente. Había allí dos sillas de hierro blanco que se balanceaban como hamacas, provistas de mullidos almohadones y respaldos forrados en cuerina azul. Mientras hablábamos, nos envolvía el embriagador aroma a reseda y jazmines que, junto con las azaleas y rosas, adornaban el jardín flotante para mí. Pasado un mes, sus padres permitieron que yo pasara a la sala principal. Tenían un juego de sillones, cuyo tapizado era de pana verde. Los pisos de la sala eran baldosas blancas y negras, y las paredes estaban llenas de cuadros que había pintado su madre. Me sentía a gusto con Alba, ella me aceptaba tal cual yo era. Sus padres eran amables. Sentía calor de hogar allí. Nada similar a la heladera de mi casa. En lo de Alba, todos conversaban después de las comidas, deliciosas, por cierto. Si bien en mi casa había de todo y de sobra, yo allí siempre comía solo, rodeado de un gris silencio. La casa de Alba tenía ese no sé qué, que la hacía acogedora; pasaba allí largas horas, pero estas se iban volando. Volver a mi casa era igual que entrar en un largo túnel negro, gélido y brumoso. Además, sabía que nadie me esperaba, ni me preguntarían nada. Estar con Alba, sentir su cálida mirada, besar sus labios con una calmada pasión, sentir el perfume de sus palabras, todo, todo, era un pedacito de cielo para mí. Sin darme cuenta, pasaron dos años. Fue una delicia saber que Alba estaba embarazada. Pronto le propuse matrimonio y aceptó llorando de alegría. Yo no podía ser más dichoso. Los preparativos de la boda, por parte de la familia de Alba, se parecían a la película "Mi gran casamiento griego". Mi madre, práctica y distante, me dio una suma importante para lo que hiciera falta. Era mucha plata, pero yo sabía que a mi familia le sobraba. A la fiesta de bodas apenas fueron, un rato para las fotos, mis dos hermanos. Papá apenas llegó a tiempo de un viaje de negocios para ser mi padrino. No me importó. Mejor. Me sentía más en confianza con la numerosa y cariñosa familia de Alba. Tenía infinidad de primos. Todos eran ruidosos y alegres. La torta de bodas era de “La casa Pederzanni”, de dulce de leche y merengue, con trozos de nueces y ciruelas pasas, un manjar de dioses. La eligió Alba, como todo lo demás. A los seis meses de casarnos, nació nuestra hija; la llamamos Mía. Sus ojos azules me recordaban una canción que, a pesar de ser antigua, me gustaba mucho. Yo era asiduo radio escucha de Lentos, una estación que sintonizaba siempre mientras manejaba. La música era “Blue Velvet”, cantada por Tony Bennet. Todo en Mía era suave como el terciopelo; su piel, blanca como la de Alba, me recordaba a la nieve de las montañas, que veía desde el avión cuando viajaba a Chile a visitar a mis abuelos. Cuando Mía reía, su aliento fresco me transportaba al paraíso. Le decíamos “nuestro cielito”. Nos quedamos a vivir con sus padres los primeros años. El quinto cumpleaños de Mía ya lo festejamos en nuestra casa, con sus compañeritos del Kindergarten. Ese año, Alba comenzó a perder peso. Se le notaba pálida y muy débil. Le diagnosticaron un tumor en el útero. Luego de la operación, lastimosamente, detectaron que era maligno. Comenzó así nuestro calvario, que duró apenas un año. Alba tenía metástasis. Enterarme fue como sentir que me clavaban en el vientre un negro puñal envenenado. Para el séptimo cumpleaños de Mía, Alba apenas podía estar sin morfina. Decidió no hacerse la quimio, pues no quería perder el pelo, ni darse falsas esperanzas. Con entereza, pidió a los doctores solamente remedios paliativos.

Se acercaba el cumpleaños de Alba. Ella decía que sería el último, y que quería probar una torta “Red Velvet”. Hicimos un pequeño festejo alrededor de su cama, junto con Mia y mis suegros. Cantamos cumpleaños feliz, Alba sopló su velita simbólica y probó un pequeño pedazo de la torta. Era de color rojo, con un glaseado cremoso entre capas. Le encantó. A esa altura de su enfermedad, le dábamos todos los gustos, aunque apenas probaba bocado. Por alguna rara casualidad, en esa época pasaban por Netflix la serie española “Velvet”, que le encantaba a Alba; más bien, ella fingía interés, aunque sabíamos que todo le costaba un mundo. Para desconectarme de mi cruda realidad, me volví adicto a las películas, vi, esa última semana que Alba estuvo entre nosotros, la película de Blue Velvet de David Lynch. ¿Qué ocurría conmigo? ¿Me estaba volviendo loco? ¿Por qué me perseguía tanto la palabra terciopelo? Esa extraña coincidencia cobró sentido cuando vi el atuendo que mi suegra eligió que Alba llevaría puesto en su velorio. Era un vestido de terciopelo negro, muy elegante. Yo le acariciaba el rostro, blanco como un jazmín y luego le arreglaba el vestido, cuya textura tan suave me remontaba a la música “Blue Velvet” de Tony Bennet. Durante todo el velorio, y después en el entierro, derramé amargas lágrimas, que ni el sabor del último pedazo de torta que Alba encargó, pudo volver a endulzar mi boca. Solo por Mia, mi tesorito, mi vida tendría sentido. Ella sería la razón de mi existir. El dulce y vivo recuerdo de mi amor con Alba.

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